Hubo un momento en el que me ví corriendo. Llegaba tarde para variar y me encontré con una amiga. A ella, a pesar de conocerlos, no le interesaba ver a The MeatPies. Yo por el contrario me los he tragado tres veces y es la segunda crónica que les escribo. Confiado en que va a ser un buen concierto, llego jadeando a la plaza de Santo Domingo. Hay bastante gente. Muchas caras conocidas. Me suenan de los anteriores. Niños, ancianos, rubios, gordos, homosexuales, incluso puedo reconocer a una vieja prostituta. Una decena de luces de navidad patrocinadas por un concesionario ilumina el concierto. Es obsceno, incluso molesta, pero es la forma de poder dar vida al “festival” Luces, acción y llenar el centro de Murcia de buen pop-rock.
The Meatpies no existía en Murcia. Ahora sí. Son los nuevos Beatles de los nuevos Beatles de los nuevos Beatles de los… También tienen un nombre peculiar siendo una banda que no hace nada peculiar, eso sí, con un gusto y una complejidad tremenda, algo que hace tiempo no se hacía. Murcianos de pura cepa recurrieron a ese truco que es ponerle un nombre chorra a tu banda y traducirlo al inglés para que quede bonico. “Los pasteles de carne” en la glotis queda burdo, se le atraganta a uno entre babas e informalidad, pero demuestra algo importante: el colegueo y el disfrute por encima de la corrección comercial.
Bruno (cantante y bajista) es un portento. Uno de esos músicos trastornados por su propia música. Canta “Ready for you”, le falta el aliento, la voz, le fallan los dedos y cierra los ojos para que no veamos a través de ellos. Algo le desgarra y no se corta para demostrarlo ante el público. Acaba afónico y se deshace en cada acorde que sale su cabeza. A su derecha Jaime (guitarra solista) le aupa con sus punteos, sus arreglos, sus acordes, su extremada envergadura. Con él puedes estar seguro de que no vas a fallar una nota o de que no te van a inflar a palos cuando bajes del escenario. A su izquierda Juanpe (guitarra rítmica), le toma el relevo en algunos punteos y algunas voces y esgrime una puntiaguda armónica. Los guitarristas siempre están delante. Se les tiene que ver bien y eso que detrás tienen a un rubio con ojos azules que toca el piano, el chelo, hace coros y cocina unas fondies que se te caen las bragas. Pedro Hernández, hace rugir a los Meatpies con su chelo. “Hear me roar” recuerda al lejano oeste. Bueno, a las canciones actuales que se hacen sobre el lejano oeste. La épica resuena en St. Domingo en cada golpe de bombo que da Kibu (baterista) un hombre que a pesar de estar entre timbales y llevando el metrónomo del grupo participa en los coros como el primero. Las señoras se mueven al compás, los niños a contratiempo y los más jóvenes tienen la sensación de estar escuchando algo pretérito. No quiero ser indulgente. A pesar de esto se nota cierta inocencia en esta banda que cuenta su vida por meses. El conjunto musical es compacto y rompedor, pero la garra debe surgir de las miradas, los gestos y las palabras que no están escritas en las partituras. Es cuestión de rodaje.
Recuerdo a una pobre mujer que tuvo el desacierto de decir en una discusión entre músicos que The Beatles eran mundialmente conocidos por sus paupérrimas armonías vocales. No sé que preparación suele tener el público, pero dado que eso por los ‘80 se fue perdiendo, las mentes más verdes deben tomarlo como cosa de viejos, o quizá como un sonido nuevo. Se entienda como se entienda es un estilo que ha resurgido en la Murcia de las putas y los ladrones. Tiene narices la cosa.
Desde la tercera canción “Time to share”, un visceral escarceo que se dan con el rock progresivo, me he pasado el concierto buscando un gancho para relatarlo. Pero no lo hay. Mucha gente me interrumpe. Hay niños bailando, niños acojonados, niños asqueados. Muchachas ensimismadas, enamoradas de estos cinco beatles sin un sexto. Una no para de bailar, otra canta las canciones y ensaya su cara por si alguno la mira. Hay un mujer mayor bailando en un escenario. Hay un gordo con un polo rosa haciendo una olla con sus amigos pijos, que se asustan y se apartan. Pero no hay un gancho. He estado mirando más cómo describir lo de fuera que al grupo. El grupo es el gancho. Me ha dado la bofetada “Dance & Swing” que pone en marcha la maquinaria lindy hop. Ya no solo baila el gordo, ni la señora, ni la groupies, ni la chica enamorada, bailan todos, gente que no estaba se acerca a bailar. Pero enlazan con “The cutest girl in the World”, un tema que por ser tan parecido parece el mismo que el anterior, pero sin la chispa que hace mover los pies. Algunos se enfrían y otros aplauden como si repartieran caramelos de propaganda de Caja rural.
En mi anterior crítica hablaba de mujeres en un pub en el que no se podía respirar. Hablaba de que si hubiese un incendio solo una gran corrida grupal nos habría salvado de las llamas. Hablaba de ese brillo sudoroso que se te queda en la frente y del temblor en las piernas tras un buen coito. Hablaba de todas las novias que se echa The Meatpies tras sus conciertos. Para que toda esa fantasía tenga un sentido hay que reconocer el trabajo que hay detrás de este equipo.
Repetir una fórmula y reinventarla es un hito del que pocos murcianos pueden sentirse orgullosos. Ellos son The Meatpies y los oirás rugir.
Más fotos en el flickr de May Carrión
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