Lo de aquella cabaña fue algo surrealista. Primero le dije a Alejandro, un tío que tenía una fuerza descomunal, que intentase atar la cuerda a un extremo del palé y que yo la rodeaba para ver si así conseguíamos mantener firme la estructura, pero nada. Luego llegó Jose Bernardo, que era bajito, cabezón, moreno y con una sonrisa en la cara que no se iba ni a puñetazos. En serio, ni a puñetazos.
J.B.: Tíoh, lo ehtamoh haciendo mal y el grupo del Javi ya la tienen casi acabá. He traído ehto del Corte Ingléh.
El “Corte Ingléh” era un vertedero un poco chungo de donde sacábamos toda clase de material para la infraestructura de las cabañas. Estaba a una distancia larga, aproxidamente a tomar por el culo, y transportar cosas desde allá, hasta acá, era una tarea compleja. Pero J.B. había conseguido traer un poco de cemento en un saco destrozado. Yo recordaba cómo mi padre hacía cemento para levantar una tapia en mi casa y no era muy difícil, solamente necesitábamos agua y arena.
Yo: ¡Buah! Ehtoy deseando veh la cara del gilipollah del javi cuando vea la cabaña hecha con cemento.
La cosa no acababa ahí. Viendo que el cemento era capaz de sostener, ya no solo cuatro palés, sino mucho más peso, se nos ocurrió la mejor idea que hemos tenido en nuestra vida y eso incluye nuestra vida una vez se acabaron estos veranos inolvidables e inacabables y empezaron nuestras mierdas de vidas adultas que nos distanciaron irremediablemente: ¡Una cabaña de dos pisos!
Y así fue, una cabaña de dos pisos hecha de cemento. Trabajamos tanto, tanto, que se nos hizo de noche. Era muy tarde y sabíamos que las collejas estaban aseguradas. Nos importaba una mierda. Mirábamos esa cabaña y se nos hinchaba el pecho cual perdiz. Los tres, delante de aquella obra magna, sonreímos y nos chocamos las manos con camadería y un poco de cariño no gay. Creo.
Yo: J.B., haz los honoreh.
J.B.: Será un placeh.
Supongo que si entrase a esa cabaña recién terminada en este instante, a mi edad y a mi pesimismo, vería un espacio de tierra diminuto cubierto de cinco palés insoportablemente sucios. Pero esa noche, ese verano, no entramos en una cabaña, entramos en un refugio, entramos en una zona segura donde mundo exterior no podía herirnos de ninguna de las maneras, entramos en el único lugar en el que las leyes las imponíamos nosotros…
Es normal que «Stranger Things» me transporte a ese momento, supongo. Es normal ponerse un poco triste pero también contento, al fin y al cabo no hay nostalgia que no sea melancólica. Pero aunque no parezca complejo a priori, levantar emociones a flor de piel mediante cabañas, niños, bicis y Spielberg, es mucho más difícil de lo que parece. Y la prueba fehaciente y definitiva está en aquel fiasco de J.J. Abrams denominado «Super 8».
A ver, tenía millones (un montón), buenos actores (el puto Kyle Chandler y su mirada asiática), tenía hasta una idea interesante (el rollo metafílmico y todo eso). Pero Abrams y su ambición desmedida parieron un fiasco. Super 8 nació ya muerta, sin alma. ¿Por qué? Pues justo por lo que Stranger Things acierta: el tono. Super 8 pretende ser un descaradísimo homenaje al cine ochentero, pero nunca admite que solo es una copia barata de «E.T.» porque pretende levantar cátedra y modernizarlo todo. Pero todo se parece tanto a todo, que nada sabe a fresco y todo sabe a retro. A retro y nada más.
Por eso Stranger Things da en el centro del centro de la diana, porque no tiene problemas para admitir que es una amalgama de referencias. Es más, no es que no tenga problemas, es que se nutre y respira de ello. Es su premisa. Lo sabe, lo potencia al máximo. Y además es divertidísima. Aunque independientemente de lo mejor y lo peor de Stranger Things, a mí personalmente, nunca dejará de emocionarme que me recuerden lo fácil que es vivir una aventura cuando somos niños.
Yo puedo contaros, volviendo a mi historia, que aquella noche no terminó con el fin de la construcción de nuestra cabaña. A los minutos de estar encerrados ahí dentro, atisbamos unos ojos brillantes en la oscuridad.
Alejandro: ¿Estáih viendo lo mihmo que estoy viendo yo?
Yo: ¿Te refiereh a lah doh luceh brillanteh que emiten un gruñido y que se acercan poco a poco hasta aquí? Creo que sí que las veo.
J.B.: Vale, estamos muertos.
Yo: Nunca pensé que me mataría un monstruo. Mola.
Alejandro: No es ningún monstruo. Es una zorra.
J.B. y yo miramos a Alejandro y él nos miró a nosotros y en esa situación de vida o muerte pensamos que lo que había dicho tenía un doble sentido que nos hacía gracia pero que no era momento de reírnos porque una zorra (jajajajaja) estaba a punto de matarnos… aun así, yo qué sé, qué queréis que os diga, la cosa siguió así:
J.B.: ¿Y qué hace aquí tu madre?
Yo: JAJAJAJAJAJA
Alejandro: ¡No tiene gracia!
Yo: Joer que no JAJAJAJAJAJA
Lo que pasó después y durante muchos veranos es largo de contar e incluye hachas, guerras tribales entre bandas de niños, un tractor que arranca solo y se estrella contra los almendros provocando daños por miles , una paliza injusta que acabaría con mi estómago reventado y nuestra cabaña siendo invadida por millones de tijeretas…
Me he tragado todos los capítulos de Stranger Things de una tajada y no sé qué cojones hacéis aquí leyendo cómo es mi verano cuando deberíais estar recordando el vuestro. Porque aunque suene a vejestorio, ojalá y nunca hubiesen desaparecido los noventa, que al fin y al cabo son como nuestros ochenta, pero mejores.
Una última cosa: por si no lo pilláis, la moraleja de «Los Goonies», de «E.T.», de «Super 8», de «Stand by me» (dios, es que me dan ganas de llorar solo de escribir el título), de Stranger Things y de mi verano es que cuando eres un niño no necesitas aliens, monstruos, cuartas dimensiones, cadáveres o a Winona Ryder recuperada de su cleptomanía para vivir una aventura. Solamente necesitas eso, ser un niño. Y hachas. Y un tractor.
No Comments