No conozco a Owen Pallett y nunca he estado en las ruinas de la Catedral de Cartagena. Es de esas veces en las que la inercia te lleva a sitios inimaginables sin que te des cuenta. ¿Cómo ha podido ocurrir? Si yo venía a un concierto y estoy dentro de una película. Sólo quiero cerrar los ojos. Cerrarlos muy fuerte porque tengo miedo de que la perfección de lo que estoy viviendo sea real. Ojalá estuvierais todos aquí porque, joder, tengo la piel de gallina y aún no ha terminado la primera canción. Y esto debe ser amor a primera vista, amor a primera escucha. ¿Por qué nadie me había advertido? Me habría podido preparar psicológicamente pero no, aquí estoy, intentando que nadie se dé cuenta de que se me caen las lágrimas. Vete tú a saber por qué un jodido violín te dice todo lo que necesitas escuchar.
Tengo un bebé justo a mi lado pero él es de los que sonríen. No deja de hacerlo mientras mueve sus piernecitas rechonchas al compás de la música. Me parece que está disfrutando de lo que hace este canadiense casi tanto como yo. Ninguno de los dos sabíamos a lo que veníamos pero no podemos engañar a nadie, nuestras emociones salen a borbotones. Es lo maravilloso de las expectativas, que cuando no las tienes, te hacen comerte el mundo de un bocado, justo lo que está haciendo ese chico delgado y descalzo cuyas manos parecen de mentira, cuya voz me arrastra a estar escribiendo sin parar. Y me entra un vértigo terrible porque hacía mucho que no podía juntar letras y, mírame, aquí estoy escuchando por primera vez una música mágica en un lugar mágico y no puedo dejar de escribir porque estoy sola y no puedo mirar hacia otro lado y decir “Dios, estoy flipando, pellízcame, ¿estás sintiendo lo mismo que yo?”. Echo un vistazo a mi alrededor y veo caras que parecen estar soñando y me doy cuenta de que junto al escenario hay un espontáneo que no deja de bailar como si estuviera solo, como si no hubiera nada en la tierra más importante que dejarse llevar, y me da envidia ver cómo usa su libertad para vivir de esa manera este momento indecible e irrepetible que todos los que estamos aquí congregados estamos viviendo.
Aplaudimos porque se nos van las manos solas, con esto sí que no tenemos control y yo pienso que menos mal, porque los que están sobre el escenario merecen saber que están creando un mundo efímero en el que todos querríamos quedarnos a vivir por siempre jamás. Cuando pienso que no puede ser más mágico miro al ya negrísimo cielo y veo que lo atraviesan decenas de pájaros blancos. “Qué bonito” le dicen a Owen. “Qué bonito” y creo que sí, que esto es la belleza y me acuerdo de La grande bellezza y ya no se me va de la cabeza que estoy dentro de mi película favorita: las ruinas, la música, la soledad de las multitudes. La bellezza. Dejo de escribir porque Owen Pallett ha dejado de tocar y mis palabras ya no quieren salir.
Fotografías por Alberto Hernández
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