Ese es el problema de ustedes los jóvenes, ¿sabe? Piensan demasiado. Dudan demasiado. No es bueno pensar tanto: cuando hay que hacer algo, se hace y ya está.
Nere Basabe (Bilbao, 1978) acaba de dejar en la orilla de una playa, de cualquier playa, una novela que pesa. Pesa tanto que cuando lleguen las olas no se la podrán llevar y permanecerá en la arena hasta que una persona, cualquier persona, la encuentre y se dé cuenta de que todo lo que intentaba decirse a sí misma sin llegar a atreverse, estaba escrito en las páginas de El límite inferior (Salto de Página, 2015). En un pueblo de costa arramblado por una tormenta, encontramos cuatro miradas que, desde diferentes ángulos se entrecruzan hasta completar la visión total de una desolación que hunde sus raíces en la crisis económica; una desolación cuyas ramas trepan por la crisis existencial de cada uno de los personajes pero también de cada uno de nosotros. Porque a pesar de tratarse de ficción, El límite inferior parece cobrar vida al ser leído, al contarnos de manera crudísima la fiereza de una marea que está a punto de alcanzarnos pero que somos incapaces de ver.
La lectura también es eso: darse de bruces con los miedos que no te atreves siquiera a tener.
Has escrito una novela en la que cuatro personajes van en busca del límite inferior, quizá de la felicidad, pero sólo llegan al de la desolación, ¿qué marea los arrastra?
La marea que los arrastra, y también la que los mantiene retenidos, es la propia historia de cada uno, su pasado, su carácter, de cuyos límites no pueden salir, llegar más allá de la orilla. Concebí la novela estructurada en dos partes: «Los vientos», que representan las noticias o acontecimientos que les golpean desde el exterior, y «Las mareas», la marejada de fondo que cada cual alberga en su interior.
Los personajes son en sí mismos, campanas de cristal. ¿Somos nuestro peor enemigo?
Demasiado a menudo, lamentablemente, creo que sí. No pretendo tanto regodearme en ciertas actitudes perniciosas como señalarlas, apuntar a ellas. Está aquello de que el comportamiento se convierte en hábito, el hábito en carácter y el carácter en destino. El fracaso también se puede convertir en una zona de confort de la que nos resistimos a salir. Por otro lado, también quería romper con aquella máxima de la novela realista, de que el personaje se enfrenta a lo largo de la historia a distintos obstáculos que producen en él una evolución psicológica, porque pensaba que eso no tenía nada de realista, que la mayor parte de las veces nos comportamos como hámsters en una rueda, y que los puntos de inflexión no suelen cambiar casi nada.
Se trata de una visión realista, pero inevitablemente, también pesimista de la condición humana. ¿Los personajes – o nosotros mismos- no vemos la salida, no queremos tomarla o no sabemos cómo salir de nuestra playa particular?
Creo que hay algo, pese a lo que nos cueste aceptarlo, de no querer, de persistir en lo ya conocido, aunque sólo produzca malestar. Siempre da miedo lo desconocido, y ése es el tema que quería tratar en buena medida en la novela, el de la resistencia al cambio, el de la cobardía.
Los protagonistas han huido en algún momento de sus vidas a un lugar llamado La Solana esperando encontrar la calma y lo único que han encontrado ha sido tempestad. ¿Es el escenario un personaje más de la novela o sólo se trata de un espejo?
La idea del paisaje, el clima como reflejo de los embates del espíritu es una invención del romanticismo que ha sido explotada hasta la saciedad, y tal vez, uno caiga en ese lugar común con demasiada facilidad sin darse mucha cuenta. Pero en mi caso surgió más bien al contrario: la novela surgió en mi cabeza a partir de un paisaje, en un fin de semana de invierno que pasé en Torremolinos hace mucho. Así que durante años sólo tuve el escenario, que creció, sí, como un personaje más, si no el protagonista, a falta de una trama y unos personajes que pudieran habitarlo. Yo lo que quería escribir, la idea primera, era sobre esos no-lugares en los que se convierten los pueblos turísticos cuando desaparecen lo que les da su razón de ser, el sol y los veraneantes. La idea de la tormenta, además de por su componente para urdir una tensión y una intriga, me servía también como metáfora de lo que ocurre en el interior de los personajes pero también en el aspecto social, porque una tormenta, por fuerte que sea, se vive siempre con la creencia de que pasará y, tras ella, volverá la calma y el sol, y todo será como antes.
La novela parece estar contextualizada en los inicios de la crisis económica en España y los personajes están sufriendo también una crisis existencial. ¿Ambas pueden estar interrelacionadas?
Esta novela es fruto de una larga gestación, anterior en muchos sentidos a la crisis. Estos lugares existían ya, y la crisis sólo ha venido a acentuar sus fallas. Así que por un lado me gusta pensar que la novela no habría sido muy diferente incluso sin la crisis: creo que no soy la única que no vivió los años de la burbuja con prosperidad y felicidad inconsciente, sino con la preocupación de hacia dónde nos estábamos dirigiendo con un modelo de crecimiento semejante. Al mismo tiempo, es cierto que la escribí en un contexto de crisis (acababa de volver de Francia tras varios años viviendo allí, y de pronto me encontré en paro y de regreso en casa de mi madre, con una gran incertidumbre sobre el futuro), que de algún modo tuvo que hacer mella en lo que estaba escribiendo. Nunca pretendí escribir una novela social, o sobre la crisis, aunque mi formación como politóloga y mis preocupaciones como ciudadana calan inevitablemente en lo que escribo. Por lo que en el fondo sí, subyace esa idea de paralelismo: la tesis de que la crisis, antes que económica, fue una crisis moral. También la tormenta funciona en ese sentido como metáfora de la crisis: un paréntesis del que se espera salir para volver al punto en el que estábamos antes, sin cambiar de modelo. Se habla mucho de «la luz al final del túnel» pero se reflexiona poco sobre el hecho de que un túnel nunca desemboca en el mismo lugar en el que empezó.
¿Dónde crees que nos llevará el túnel? ¿Haber escrito un libro sobre la desolación te permite ser positiva ahora?
¡Jajaja! Me temo que no acostumbro a ser demasiado optimista: me creo más la máxima del Gatopardo de que todo tiene que cambiar para que todo siga igual. Entreveo en mi entorno algunos cambios de costumbres, sí, de hábitos de consumo, de modos de ganarse la vida, de expectativas materiales, que son muy diferentes a los de la generación de nuestros padres. También en el panorama político se están viviendo algunas pequeñas convulsiones. Pero a la larga, creo que el sistema será capaz de absorber y canalizar todas esas nuevas energías para seguir más o menos como estábamos. Tal vez no con la segunda residencia a pie de playa… Pero parecido. Por otro lado, y aunque las sociedades suelen mostrar una gran resistencia al cambio y, en ese sentido, cierta estrechez de miras, haber estudiado historia me suele dar otra perspectiva: el capitalismo, la democracia, los Estados-nación son un invento en el fondo reciente, que como toda invención humana, acabará muriendo, igual que les ocurrió a los imperios o al sistema esclavista. Pero no creo que por el momento lo veamos. Los románticos de principios del XIX describieron el «mal du siècle» y el «spleen» como esa sensación colectiva, generacional, de estar viviendo entre dos mundos, uno que se desmorona y otro que todavía no se intuye (lo expone magníficamente Alfred de Musset en las Confesiones de un hijo del siglo): creo que estamos viviendo un momento histórico similar.
Las relaciones son otro de los pilares sobre los que gira la novela: relaciones como búsqueda, como huida, como escondite, como seguro… ¿seis millones de perspectivas sobre el amor o sólo una?
En ocasiones me han dicho que uno de los temas de la novela es la soledad, perspectiva de la que, aunque no reniego, me sorprendió de entrada, porque lo que a mí me interesaba tratar no era tanto la soledad, el aislamiento, como la dificultad de las relaciones humanas, el esfuerzo, a veces desesperado, por comunicarnos y relacionarnos con los demás. La cita a la que te refieres, sobre seis millones de perspectivas diferentes tratando de darle un sentido al mundo, cada uno a su manera, parte de una idea de Hume, de que las causas no son un atributo objetivo de la naturaleza, sino una categoría producida por la mente: en el mundo ocurren dos cosas una detrás de otra y somos nosotros los que construimos la relación entre ambos fenómenos, estamos inventando tramas todo el tiempo para comprender nuestro entorno y nuestra vida. Pero esa idea apunta también a la dificultad de entendernos, de encontrar una narración de consenso que nos valga a todos. En el caso del amor… la cosa se complica aún un poquito más.
Relaciono mucho tu visión con la del escritor Andrés Barba: la incapacidad de comunicación, la soledad en la que se van viendo inmersos los personajes de tu novela y los de las suyas son incapaces de salir de su propia cárcel para entrar en la del otro, aunque a la vez también estén dentro de ella.
Andrés Barba es uno de los escritores de mi generación que siempre me ha interesado mucho y, por cercanía, uno de los primeros en los que me fijé como referente. Me interesa sobre todo su tratamiento del lenguaje, la belleza que sabe imprimir a cosas terribles. Pero nunca había pensado que pudiese guardar con él similitud también en el tratamiento de los personajes y los temas: me parece que en su caso (a excepción, tal vez, de su última novela, En presencia de un payaso), los personajes suelen ser ya, por sus características, personajes más al límite, aquejados de enfermedades graves, malformaciones, etc. En mi caso me interesaba más escoger a personajes más «normales», de tipo medio por así decirlo, y arrastrarlos hasta sus propios límites.
¿Qué límite inferior buscabas escribiendo la novela?
Por seguir con la metáfora marinera en torno a la que gira buena parte de la novela, la boya a la que cada uno, también yo misma, estamos atados, que nos da seguridad pero nos impide nadar más allá. Ver hasta dónde somos capaces de bucear o de tensar la cuerda en situaciones límite. No suelo escribir sobre experiencias personales, por el momento no me ha interesado especialmente probar las claves de la autoficción; prefiero el reto de construir personajes que a priori poco tengan que ver conmigo, enfrentarlos a conflictos que no son los míos, y tratar de empatizar con ellos y comprenderlos. Me parece que de ese modo acabo comprendiendo más de mí misma que si lo afrontase sin mediación.
Fotografía: Isabel Wagemann
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