Sucede en más ocasiones de las que debiera, esa cosa extraña que es enamorarse de aquello que no existe. Cosa extraña, digo, porque ese amor que se crea de la nada, viene a convertirse, de un momento a otro, en un todo irremediable e imparable.
Creo que no somos ni uno ni dos los que hemos inventado un amor –cualquier amor-, de un gesto, -cualquier gesto-. Nos enamoramos de una mano, una sonrisa. De una manera de andar, de una manera de mirar. Pero también caemos en las redes de lo no tangible, de aquello que no vemos, de aquello que ni siquiera podemos tocar. Puede pasarnos, de hecho, que nos enamoremos de las palabras de alguien, de las que dice o de las que escribe en las entradas de su blog, en sus estados de Facebook, en sus cartas, en sus libros. En fin, puede que el amor, ese inasible amor, nazca de las letras juntas y maniatadas en cualquier lugar.
Y es que la culpa, por mucho que no queramos verlo a veces, la tiene siempre la literatura. El amor es, en realidad, un invento, una creación de la ficción que a estas alturas ha hecho ya un daño irreparable.
“Desengáñese, amigo mío: el amor, tal y como usted lo entiende, lo ha inventado la literatura, lo mismo que Goethe le regaló el suicidio a los alemanes. No somos nosotros los que escribimos las novelas, sino las novelas las que nos escriben a nosotros” leo en “En el cielo de Lima” (Salto de Página, 2014) y me siento un poco menos sola sabiendo que no soy la única que piensa que somos más de inventarnos el amor que de enamorarnos.
Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) es el autor de la cita que ahora yo hago mía y el de muchas otras más que han quedado subrayadas en mi ejemplar de “El cielo de Lima”, una novela en la que se rescata una anécdota preciosísima (y real) que pone de manifiesto que hasta Juan Ramón Jiménez se enamoró de alguien que no existía en el mundo real pero sí en el de la ficción, que es, perdonad, el mundo que de verdad importa.
Allá por el año 1904, el poeta Juan Ramón Jiménez recibió una carta firmada por una jovencita limeña que se hacía llamar Georgina. Empezaron ambos a intercambiar una bellísima correspondencia cuyo tono, cada vez más íntimo, dio paso a lo inevitable. El amor ¿o era la literatura? Lo siento, ya no sé distinguirlos. Lo curioso de la historia es que Georgina era sólo una invención. Dos jóvenes que se creen poetas, quieren conseguir que Juan Ramón Jiménez, su admirado poeta, les envíe uno de sus poemarios, tan difíciles de conseguir en Lima. Sin embargo, antes de pedírselo directamente, pues piensan que tienen pocas probabilidades de éxito, deciden hacerse pasar por una señorita de irresistibles encantos a la que Juan Ramón Jiménez no podrá olvidar.
Así es como ambos se enrolan en la construcción de un personaje que les hace rozar el cielo de la poesía con las manos.
Así es como Juan Gómez Bárcena se enrola en la construcción de una novela que le hace no sólo rozar el cielo de la literatura, sino agarrarlo con sus manos para no soltarlo. El mérito no viene únicamente por haber escogido una anécdota tan sugerente, sino por elaborarla de manera tal que la hace grande, enorme, y fascinante. Gómez Bárcena teje la novela con una maestría y un dominio idiomáticos que lo colocan en primera línea de juego dejando claro que está aquí para quedarse.
Literatura por los cuatro costados ¿O era amor? Definitivamente no los distingo. Aunque, ¿quién sabe? Quizá sean lo mismo.
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[…] de esas que se convierten más que en agradable lectura, en maravillosa experiencia. Escribí aquí que teníais que leer “El cielo de Lima” (Salto de Página, 2014) y como estoy segura de que […]
[…] de esas que se convierten más que en agradable lectura, en maravillosa experiencia. Escribí aquí que teníais que leer “El cielo de Lima” (Salto de Página, 2014) y como estoy segura de que […]