El pasado domingo volví a Londres. Tras embarcar (con retraso) el aparato intimidó con la pista de despegue hasta que el capitán nos comunicó que habría que esperar al menos una hora más en Alicante.…Y ante mi sorpresa, nadie protestó.
La mayoría del pasaje era inglés. Transcurridos los primeros minutos de espera las risas se adueñaron del avión, carcajadas estimuladas en parte por las pintas Carling, Heineken y las minibotellas Smirnoff generosamente consumidas horas atrás. Mientras los ingleses caían en un estado sedativo un recuerdo me vino a la cabeza.
Hacía seis semanas había salido de Madrid. La única diferencia era el número de españoles: en aquella ocasión deberíamos de ser más de la mitad. Esperábamos en la puerta de embarque (B19, Terminal 1) cuando el panel «London Gatwick» cambió a «Liverpool». Una asistente de Easy Jet nos indicó que buscáramos la nueva puerta de embarque en los paneles de información. La cola se dispersó y los ingleses se dirigieron a toda prisa a la nueva puerta. Sabíamos dónde estaban por el tintineo de las bolsas blancas del Duty Free que cargaban con las dos manos.
Fue entonces cuando noté (instinto, supongo) que los pasajeros españoles empezábamos a quedarnos atrás, rezagados. Hablé con un par de ellos (un asturiano que trabajaba en Paddington; una chica de au pair de Valencia) hasta que logramos llegar a nuestro nuevo destino, la magnífica B33.
Que a diez minutos del supuesto despegue la puerta anunciara «Budapest» no debió sorprender a nadie. A los ingleses desde luego que no. Como si se hubiera activado un resorte salieron de nuevo disparados, obedientes en busca de un nuevo panel de información. Iba a unirme a la estampida británica cuando el asturiano me sujetó por el hombro.
Espérate, que de aquí ya no se mueve ni Dios.
Y era cierto. Detrás mía se habían juntado dos chicos de Madrid, un chaval de Barcelona (aunque él decía Barna) y tres chicos de Toledo que iban de turismo. Empezamos a hablar. Según un chico de Villaverde que estaba haciendo las prácticas en Canary Wharf no podían estar mareándonos la perdiz de un lado a otro. Otro de Sevilla que había venido en el AVE aventuró que incluso podríamos quejarnos a la organización del aeropuerto por la mala señalización.
Por aquel entonces apareció la asistente de Easy Jet: venía de la última puerta de embargue señalizada, la B 22, donde los pasajeros ingleses habían estado haciendo cola.
No nos movemos de aquí, anunció un chico por todos nosotros.
La asistente trató de explicárnoslo, una vez más. Que la puerta va a ser ésa, está indicada en en el panel, ¿Es que no entienden que tienen que embarcar?
Nos quedamos mirándola, hasta que un chico de Madrid (con la sudadera y el polo rosa más odioso que puedo recordar) susurró, con una dicción pluscuamperfecta.
Que seguro que nos la vais a cambiar de nuevo. Qué siempre lo hacéis igual.
Hagan lo que…Y fue entonces cuando la chica miró a la derecha y se calló de inmediato. A los pasajeros españoles allí reunidos no nos hizo falta girar la cabeza para saber lo que estaba mirando.
Se trataba de una procesión de bolsas blancas que tintineaban botellas en su interior, el mismo grupo de ingleses de nuestro vuelo que avanzaban ahora en dirección contraria a la que habían tomado escasos minutos atrás. Nueva puerta, nuevo recorrido. Avanzaban como avanzaban, sin apenas aliento, guiados por los letreros digitales.
Recuerdo que al pasar a nuestro lado alguno de ellos nos miró, casi por accidente. Qué verían, me pregunté entonces: qué hacen ahí ese grupo de jóvenes españoles, españolitos vagos, corruptos, de allí y de acá y de más allá. Qué hacen que no van corriendo a la puerta de embarque con la lengua fuera como nosotros. Qué hacen tan juntos que por un momento da igual de donde sean porque parecen todos del mismo sitio, parecen lo mismo, gente cansada y decepcionada de tanta vuelta que de alguna manera permanecen ahí, inmóviles. Qué intentan, qué logran quedándose quietos. Por qué parecen tan diferentes a nosotros. Quiénes son en realidad.
A Rubén, Eric y Carlota
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