Vuelvo a traer libros a la biblioteca C´mon pero después de algún tiempo sin pasar por sus estanterías he pensado que ya no más “Tienes que leer”. Que no, que no tenéis que leer, que quién soy yo para obligaros a coger tal o cual libro. Quién. Pues nadie, evidentemente. Así que a partir de ahora nada de “Tienes que leer” (estoy aprendiendo más de lo que pensaba dando clase a adolescentes que eligen libremente leer “El guardián entre el centeno” para hacer booktrailers). Yo seguiré leyendo y escribiendo sobre los libros que caigan en mis manos pero no lo toméis como mandato, ni siquiera como recomendación –la idea que fue tomando forma-, simplemente como lectura frugal sobre mis experiencias con los libros, por si alguna vez os pica la curiosidad y queréis conocerlas. Cada uno lee lo que le apetece ¿no?
En fin, que yo venía aquí a hablaros del libro que me leí anoche y me he ido por las ramas. “Pañales y cerveza” se llama y lo publicó Ángela Medina (1982) en el año 2011 en la editorial Demipage. Cayó en mis manos por la mañana, cuando A –que comparte alumnos conmigo- me dijo “Te va a gustar”- y claro, yo que soy curiosa y tengo una incapacidad terrible para seguir las listas que me propongo, dejo a un lado mi montaña de libros por leer y me quedo entre pañales y cerveza. Total, eran cien páginas de nada, así que podía serle infiel a Kundera y, con suerte, no se daría cuenta. Sólo fueron dos horitas pero, ay, volvería a repetirlo esta noche porque disfruté tanto…
La cosa empieza con un abuelo solo sentado en un sofá de Ikea y no puede encogérseme más el corazón. Ir a Ikea siempre me pone triste. Hay algo de frustrante en eso de ir a una tienda en la que todo el mundo sonríe porque por fin está cumpliendo con sus planes. Yo al gigante sueco sólo voy a comprar flores de plástico con la intención de que nadie note que no puedo hacerme cargo de un cambio mayor en mi vida, -perdón- en mi cuarto.
Y sigue con un padre que muere haciendo un calvo por la ventanilla de un coche. Para qué las prisas. Me acomodo porque me sorprende cómo la cotidianidad baila entre lo trágico y lo cómico dejando un poso de ternura que se va filtrando en todos los mueves de Ikea que tienes por casa.
Están solos y no quieren estarlo. Sufren y buscan de maneras insospechadas ese abrazo que les recuerde que estar aquí tiene algo de sentido. La incomunicación en las relaciones sentimentales, en las familiares, en las amistosas. La incomunicación con uno mismo, quizá, la peor de todas. Me meto en las historias sin darme cuenta y me siento en una chaiselongue Ektorp desde la que lo puedo ver rostros tan singulares como semejantes a los que vemos cada día en los espejos y de los que nunca nos cansamos. Supongo que ahí radica la belleza de esta novelita que se lee en un suspiro y que te deja tambaleando con su mirada crítica puesta en lo que siempre se interpone entre nosotros: el otro.
Ahora os dejo, que esta noche me voy con Kundera, aunque creo que antes le echaré un vistazo al catálogo de Ikea, acabo de recordar que viéndolo todo sobre el papel no caigo en la tristeza y me parece, por un momento, que los planes pueden llegar a cumplirse alguna vez.
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