Llegábamos siempre tarde y esta vez volvimos a hacerlo. Exactamente dos años y medio después. Por entonces Luis Eduardo Aute tocaba para nosotros en el teatro Romea aunque no era 14 de febrero. Por aquel entonces no éramos, pero estuvimos juntos frente a él. Esta vez, en 2015 y en el Teatro Guerra de Lorca, llegué tarde, pero solo, esta vez en 14 de febrero. Esta vez no tocó Querencia, no tocó La Belleza, no tocó, en fin, esos temas que arrojan desesperación sobre el amante que anhela. Volvía a ser tarde y por tanto, a destiempo, interpretó temas como Quiéreme o Anda para desembocar en Siento que te estoy perdiendo. Aunque yo llegué tarde Aute no lo hizo y volvió a Murcia con una voz recuperada y una vejez cadavérica que llama a las puertas del panteón que se reserva a los grandes exponentes de la canción de autor española.
Ahora en serio. Llegué tarde. Confundí las 21.30 con las 21.00 y me perdí la proyección de El niño y el Basilisco. No tuve más remedio que abrir un vino para brindar con Aute que, en vez de agua, tenía una copa de tinto para calentarse el alma, o la lengua. Empezó congraciándose con la catástrofe del terremoto y acabó cagándose en el congreso de los “imputados” (como bien apuntilló él). Durante y Dios mediante se calzó las “botas sucias” y con clase se deshizo en todo tipo herejías. Un Aute que a sus años publica valses como No hay manera y diserta en directo sobre una nueva profesión que vacía las colas del paro, la de “presunto”. Decrépito, el menos reivindicativo de su generación, a sus años es de los únicos que tiene valor para plasmar en su cancionero la problemática actual en temas como Feo Mundo Inmundo y dejar a un lado las fantasías sexuales que colman su hemeroteca.
Me provocó cierto morbo el hecho de que el escenario fuera una densa nube de humo. Fondo negro, casposos juegos de luces y un hogar para el artista que, amante de los vicios, también lo es del alquitrán. Es pintor, es escritor, poeta, dibujante, escultor, actor y director, pero nunca tuvo una gran voz y aún así se atrevió a tocar Anda con su guitarra y sus negros pulmones solo ante el público. No lo hizo con Al alba, el clásico de la canción española que le habría puesto en un verdadero aprieto, pues a capella es como acostumbra a hacerla.
En mi palco un jóven alopécico me mira las notas, y además, junto a Aute, me canta incluso cuando Aute está presentando sus canciones. Incómodo miro al público. Huestes de menopaúsicas con sus maridos atestan la sala; viejos con sombreros, señores que se comen las uñas y más calvos. Mi calvo no se sabe las canciones del nuevo disco. No lo juzgo, yo tampoco me las sabría. De alguna manera Aute ha vuelto a repetir su sonido, sus melodías. Anclado en una época de la que en otras ocasiones ha salido pues nunca en su carrera, a lo largo de 33 álbumes publicados, ha dejado de experimentar e intentar innovar. Quizá una gira de más de dos años dé qué pensar al público, del que debería retroalimentarse puesto que no ha cambiado ni una coma del guión. Este álbum se ve como el reflejo en un espejo roto de una obra ya pasada. No obstante ha conseguido otro experimento, hablar desde la vejez de todo un pasado, del suyo, de la extinción de una vida. Aute crea un espectáculo audiovisual desde una misma fotografía tomada en su niñez y su vejez que le supone un punto de inflexión en su obra y en su vital sentir.
Aute jodió una etapa de la mía. En sus conciertos, y en este también, diserta sobre la motivación de sus canciones, sus referencias culturales y sus propias cávalas en un ambiente muy intimista y pausado por un claro agotamiento físico. Crea expectación por escuchar sus temas y mejor, por ver el sentido oculto que les da. El mal de aurora jodió una etapa de mi vida. Luis Eduardo Aute está obsesionado con seres emplumados y escamados que representan la maldad humana. Antes de decantarse por los basiliscos y dedicarles una preciosa animación gráfica dibujada íntegramente por él, enfocó algunos temas hacia el Mal de aurora, ese ser que encarna lo incomprendido, lo salvaje y lo ruin de una humanidad que encuentra en el odio y la sangre el placer que no le causa el resto de la existencia. Los Cantos de Maldoror, es ese libro surrealista que lo cautivó y a mí me destrozó. Mojándolo Todo, excelsamente interpretada, es una pieza clave para entender esa querencia por el surrealismo y además por el sexo sucio y en definitiva, el amor menos clásico, más puro y que menos entiende de machismos.
El concierto va a llegar a su fin. Un juego de luces ilumina el fondo. Mi acompañante ríe. Le he dejado mis notas y ha escrito cosas como que el artista es musicalmente vacío, desafinado y poco ocurrente. Habla de que su sonido pertenece a una época principiante de oído y de mente débil. Menciona que solo a alguien inmaduro y pretencioso puede gustarle una bazofia como esta, que él mismo podría hacer algo mejor con el ojo del culo. Y pone el broche final diciendo que hasta el plástico reluce al lado de la mierda. No puedo evitar descojonarme en el momento que lo leo y acto seguido se me vienen a la cabeza las palabras de Ismael Serrano en una entrevista que concedía hace unos días. Las recupero:
(…) Se trata de dejar de lado ciertos prejuicios elitistas que pretenden excluir otras opciones musicales. Si tú admirabas a Luis Eduardo Aute te convertían en un anacrónico y, sin embargo, si decías que tus referencias eran Bob Dylan, Joni Mitchel o Leonard Cohen, te convertías en alguien cool, que molaba. Se daba un perjuicio elitista que, en el fondo, estaba totalmente marcado por el consumismo y el mainstream hegemónico que impone esa estética musical.(…)
Aute ha marcado una época en la canción española y quedará grabado en su historia. Pero al igual que en el cine existe ese prejuicio y una tendencia hacia el afrancesamiento. El sábado eran cuatro músicos y él. Su guitarrista y productor consigue en directo el sonido de sus discos. Un sonido rico en matices, quizá algo sobrecargado de efectos y con remanencias sintéticas de los 80 que bien pueden chirriar al oído actual. Aunque sin embargo esa es la clave que impera en su obra musical. Una obra que Luis Eduardo exhibe con 71 años en los que ha cantado lo vivido y que aun en esta última etapa sigue trabajando por intentar ofrecer otra visión, otro giro, otra clave desde su costumbrismo. Lo intenta, casi lo consigue, pero no cruza los brazos, son 49 años de carrera. El directo mantiene un estándar, un ritmo lento pero adecuado. ¿Qué autoridad tenemos de reprochar a nuestros mayores?
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