Le dolía. Pensar en ella le dolía. Nunca había pensado que podría echar tanto de menos a alguien. Sin embargo, las heridas de aquel dolor permanecían escondidas en alguna parte de su ser, entre estanterías que contenían sus libros cubiertos de polvo.
Toda su historia.
“Interstellar” es muchas cosas. Es una distopía sobre un futuro exánime, una crítica a nuestro presente, maravillado por los juguetes digitales que nos hicieron olvidar las estrellas. Es una disección del hombre y su lugar en el cosmos, y también una compleja cadena de padres e hijas, de mentiras y traiciones.
Pero por fin encima de todo, “Interstellar” es una historia de amor. El amor entendido como fuerza motor y razón única capaz de mover (y cómo) el universo. Y nuestras propias vidas.
Liberado de la presión del superhéroe murciélago, las influencias de Christopher Nolan van desde las más obvias (el viaje sideral y lisérgico de “2001: Una Odisea en el Espacio”, la literatura de ciencia ficción dura) pasando por las más esquivas (“ Las Uvas de la Ira”, de John Steinbeck, “Las Estrellas de mi Destino”, de Alfred Bester, «Apocalipsis», de Stephen King)
El director de “Origen” apuesta por el celuloide y los trucos de espejos para expandir dimensiones bajo la batuta de un Hans Zimmer nunca antes tan influenciado por la geometría Philip Glass. Pero referencias aparte, aunque la película de Nolan puede ser la más valiente, imperfecta y personal de toda su carrera, la sensación que le queda a uno tras acabar la proyección es abrumadora, de encogimiento y respeto.
Habíamos dejado de mirar a las estrellas y apreciar su terrible simetría; olvidado lo pequeños y frágiles que somos, desechos rotos por el recuerdo y la pérdida. Pero quién sabe. Quizás algún día seamos capaces de viajar y volver con ellos.
Aquellos a los que una vez quisimos.
No Comments