Hoy me propuse no quejarme aunque me han tenido que remolcar a casa; el proyecto de mi vida deja de funcionar; mis alumnos no saben conjugar un presente simple y el tío de la grúa casi me mata. Y digo hoy porque el insomnio me ha permitido ver anochecer y amanecer sin interludio. Pero Eli Paperboy hace que rompa mi juramento. Empieza desafinado. Niega con la cabeza, pero no es porque no dé el do de pecho, es guión. Algo más suena mal. Es la cuarta cuerda. Se percata de que se ha sumado al desastre de su voz, así que afina sin parar. Afina que te afina llega el segundo tema y no tiene la deferencia de parar. Obcecado en la cuerda canta sin mirar al micro. Después de escuchar sus discos me temo lo peor, y es que sea un burdo producto de discográfica que no sabe encarar los imprevistos de un concierto.
No me gusta este intento de soul lechoso. No es el estilo. Es el personaje. Es lo comercial de su internada como nueva ola de soul contemporáneo, pero me encanta el directo. Y me encanta a la sexta canción porque hasta entonces no ha habido rastro de arte que no fuera de parte de una batería y un bajo acojonantes. He tenido la sensación de asistir a una flagrante demostración de “la magia del estudio”. Tocan Take It Like a Man y Nicolas Cage cantando Love me tender en Corazón Salvaje de David Lynch es capaz de enternecerme más. Pero en la sexta me revientan los esquemas. Paperboy se calza la armónica y hacen un tema duro, pesado, agrio, con una cadencia que hace levantarse de su asiento a un calvo engalanado en rojo, el “alma de la fiesta”. Ya no es solo los 2 ó 10 ritmos que intercala Eli Keszler (batería) en una sola canción, ni el mástil de largo como el campo de Oliver y Benji de Jake Leckie (bajo) es la templanza de la voz de Paperboy que por fin se ha calentado.
Entre ritmos poco académicos y extremadamente imaginativos de Kezler me imagino un disco así, con esta naturalidad, este sonido real que es una puñetera apisonadora. “El alma de la fiesta” es ese señor que deseas no conocer en un concierto por si te saca a bailar. El público aún no se ha levantado y “el alma de la fiesta” se lo está jodiendo a los de detrás. Pero desiste. Otros gritan “¡olé!” y “el alma de la fiesta” se excita. Paperboy está empezando a desgarrarse. A veces se pasa de rosca, desafina y vuelve, pero lo sigue intentando. Conforme avanza el concierto evoluciona de Robert Plant a Janis Joplin. Sucio, heterodoxo, descarado. Deja atrás al «sieso» de Nicolas Cage y se enfunda el traje de revienta-conciencias. Los que gritaban olé han abordado los pasillos. “El alma de la fiesta” ha fracasado, pero se une al festival. Los artríticos son los únicos que permanecen sentados. “El alma de la fiesta” baila de forma ridícula, pero a todos les encanta. Si al Dancing Man le organizaron una fiesta de 2000 personas (entre ellas modelos) por bailar de forma ridícula, este hombre se merece una mariscada en el mejor puticlub de Torrelodones.
Antes de los bises el trío tocaría el que sería el tema la noche. Atmósfera de baile de fin de curso. Una pareja está a punto de follarse en segunda fila. Paperboy se desgañita en el escenario con luz tenue y un somero acompañamiento musical que solo maquilla y no mancha. “El alma de la fiesta” cae fulminado a su silla. Eli se ha quitado la chaqueta. Suda como un maratoniano que viene de hacer un sprint forzado por un mal comienzo. “El alma de la fiesta” se agarra las manos, se reclina, tiene que taparse la boca para no gritar de la emoción, el infarto es inminente. Eli cae de rodillas al suelo y el grito resuena con un eco catedralicio en el teatro. “El alma de la fiesta” ha eyaculado hacia dentro y con las piernas temblorosas se levanta a aplaudir por el maravilloso orgasmo que le acaban de provocar.
Vuelven para tres canciones más. Casi llegamos a las dos horas y al menos una de ellas el público ha bailado y disfrutado con este trío. El cambio de formato le sienta bien. Tan bien que no crea que vuelva a escuchar un disco prefabricado que desvirtúa el soul que en realidad tienen. El que dude entre verlo u oírlo, que lo vea.
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