Un hombre muy sabio me dijo una vez: “un escritor que se precie no escribe sus artículos en primera persona, es un recurso fácil, barato y con muy poca clase”. Hoy, mientras escribo estas palabras un domingo de estos sin resaca que pesan demasiado sobre los hombros, yo le digo a ese hombre, “que te den”. Estoy cansado de tanto escepticismo, estoy tan cansado de tanto escepticismo que hoy, con “Maps to the stars”, “Ex-machina” o “Puro vicio” en cartelera, yo me he metido a ver “El libro de la vida”.
¡Pero no corráis todavía! No importa que no la hayáis visto, lo que sí importa es lo que significa para vosotros la muerte. Sí, porque el libro de la vida trata básicamente de eso, de la muerte. Resulta que existe una leyenda en Méjico que habla de la existencia de tres mundos: el de los vivos, el de los recordados, y el de los olvidados. Y al contrario que nosotros, el nuestro está en nivel más alto, y en el cielo solo hay nubes. Ellos lo tienen muy claro: el vivo al bollo y el muerto al hoyo.
Pero lo más excitante de todo es su visión de cada mundo. El de los recordados es el más colorido de todos, más que el de los vivos. Sí, para ellos, al morir acabas en un lugar la leche de divertido, de colores más vivos, de buffets libres y de carrozas que nunca paran de pasar. La única norma que necesitas para ser admitido es una: ser recordado. Y lamentablemente, los que no tienen esa suerte acaban en el mundo de los olvidados, un lugar gris, repleto de ceniza. Un verdadero infierno.
Es inspirador, es una forma de ver la vida envidiable. Lo que hacemos en vida tiene repercusión en los demás, y nuestra eternidad será ideal siempre y cuando estemos en la cabeza de alguien porque, si alguien nos recuerda, estaremos ahí, tan vivos como antes de morir. Por eso el día de los muertos es un motivo de alegría, porque es el día en el que ambos mundos acaban con el delgado límite que los separan.
Somos una generación absurda. Permitidme decir incluso que somos una generación de mierda. Bailamos “La Pulquería” como si comprendiésemos qué significa lo que bailamos, nos tatuamos una calavera mexicana sin saber que se llama Catrina, la diosa de los recordados. Nos bebemos el tequila con sal y limón y nos creemos los reyes del mundo. Pero somos unos ignorantes, unos imbéciles que nunca terminan de aceptar que, al final, todos acabaremos bajo tierra, recordados u olvidados.
Indagando un poco, pregunté a varias personas si tenían miedo a la muerte. Una amiga me preguntó recientemente si creía en los espíritus, y no creo. Pero sí que creo en lo que El libro de la vida nos dice, en que los fantasmas son proyecciones reales de nuestro sentimiento real de una falta real. Por eso el mundo de los muertos que nosotros mismos hemos creado, cobra a veces vida propia.
Otra amiga me dijo que tenía mucho miedo a la muerte. A mí me pasa lo mismo, un terror indescriptible a cerrar los ojos por última vez. Y este es un sentimiento que llevo arrastrando desde muy pequeño, pero cuando veo el mundo de los eternos en El libro de la vida, y sonrío, me doy cuenta de que mis terrores más racionales (tener miedo a la muerte es uno de los pocos miedos realmente racionales que podemos tener) se pueden abrazar, alcanzando así una armonía y una paz que, por poco tiempo, me permite celebrar que la vida sin un fin, no es vida ni es nada.
Independientemente del delirio visual que supone El libro de la vida, esta es una película necesaria. No por lo que nos dice, ni siquiera por cómo lo dice (Tim Burton ya se zambulló de lleno con su obra maestra “La novia cadáver”). Lo es porque está claramente enfocada a los niños, y familiarizar a un niño con la muerte es algo complicado. Pues yo he visto como, en una sala donde habían unas cuarenta familias con muchos niños (y luego yo, sólo, pero sólo sólo, rezando para que nadie me reconociese), se hacía un silencio absoluto. Todo el mundo estaba absorto, estaba pensando.
Añadamos a la ecuación una historia de amor tan clásica que casi empalaga, y tenemos el anticristo del escéptico. Día tras día, mes tras mes y año tras año sigo fingiendo y fingiendo que he crecido, que soy adulto (algunas personas se lo creen, otras no tanto). Pero al final solo estoy actuando y, por eso, a veces necesito ir a una sala de cine a vomitar algo de esa asquerosa experiencia que es madurar y matar al niño que fuiste, sólo, Con una gorra y unas gafas de sol. Un consejo, si vais a hacer lo mismo, no ofrezcáis palomitas a los niños, por lo que sea a los padres no les sienta demasiado bien.
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