‘Tis not that Dying hurts us so—
‘Tis Living—hurts us more—
But Dying—is a different way—
A Kind behind the Door—
Emily Dickinson
(Este artículo contiene SPOILERS de las tres temporadas)
Nos empeñamos en no sentir y en no creer. Escogemos, casi siempre, el camino liso, cuando el empedrado es el que de verdad te da las lecciones de vida. Y nos perdemos la luz, nos perdemos el brillo cegador de una sonrisa de complicidad. De eso trata The Leftovers (HBO), de seguir nuestro corazón, de aprender a creer con los ojos cerrados cuando el mundo se va destruyendo y el egoísmo y la desazón aparecen en la ventana de todas las casas del barrio. “Es que vivir nos duele más”, decía Emily Dickinson, y el dolor hay que pasarlo en vida, con la camisa abierta, a porta gayola, con una cruz tatuada a la altura del corazón esperando la embestida de la verdad.
El 14 de octubre de 2011, el 2% de la población mundial desaparece en una suerte de partida y no sabemos por qué. Así empieza The Leftovers. De repente, en un suspiro, tu hijo ya no está tomando el desayuno en la cocina. El silencio, y luego la pérdida. Pero es una pérdida incluso más dramática que una muerte convencional, porque es una final sin cerrar, una herida que, a pesar de ser pequeña, goteará día a tras día. El libro de Tom Perrota, del mismo nombre, ha servido para que Damon Lindelof se quitara una espina que aún supuraba por el final de Lost. Desde el principio, nos repitieron una y otra vez que nunca sabríamos por qué 140 millones de personas dejaron el mundo. No, no se trataba de eso.
Y no nos ha hecho falta saberlo. ¿Para qué? The Leftovers no ha querido ser nunca un thriller, y sí una patada en el estómago, un decálogo de cómo gestiona cada uno el dolor de una pérdida irremplazable. En una sociedad tan dañada, unos optarán por creer que ha sido un teaser del Apocalipsis y se unirán a una secta que viste de blanco, fuma, no habla y escrachea a todo hijo de vecino; otros querrán ser abrazados por un chamán con mucha visión de negocio que te quita el dolor que te inunda; y los demás irán andando la vida, con la mochila llena de piedras, esperando zigzaguear la siguiente estocada.
Si bien en la primera temporada, el tempo y la sensación era lenta, en las dos siguientes cada capítulo te deja apaleado en el suelo. Pocos shows de televisión han conseguido entrar tanto en el corazón del espectador, mostrándole sus carencias, su egocentrismo y, a veces, su ceguera. The Leftovers es conmovedora en cada plano, honesta con lo que quiere contar y fascinante en su epílogo. No se puede pedir más. Los que vivimos las series o la música como una extensión natural de nuestros impulsos, nos la merecíamos, y por eso no paramos de implorar a los que no la han visto que se pongan a ello.
The Leftovers, aunque es la historia de cómo el 98% de la población supera que le desgarren a sus seres queridos, también va sobre cómo el amor suele ganar a cualquier rival. Y ese amor lo representan Kevin Garvey y Nora Durst. Sus relaciones anteriores han quebrado (la de Kevin porque su esposa Laurie se ha metido en la secta de The Guilty Remnant; y Nora porque el día de la partida, pierde a sus dos hijos y a su marido), pero en su primera conversación, en el juzgado, cuando van ambos a entregar los papeles del divorcio, vuelven a ver la luz.
Lindelof, a partir de este punto, nos va llevando por un camino plagado de obstáculos para los dos personajes. Por un lado, Kevin Garvey es un mártir bíblico, un Santo Job al que las hostias que da la vida no le paran los pies. Nadie en su sano juicio aguantaría lo que aguanta él en la serie, pero el jefe de Policía de Mapleton sí es un creyente. Por el otro está Nora, que intenta pasar el dolor de su pérdida con una coraza de valentía enmascarada en la flaqueza. Si bien Kevin Garvey es el centro de la serie, no podemos dejar de pensar en Nora como la Virgen María en La Piedad, sosteniendo a un Jesús de Nazaret moribundo. Las actuaciones de Justin Theroux y de Carrie Coon no hacen más que ampliar el campo de nuestros sentidos con sus miradas, con sus gestos, con su amor verdadero.
Pero como todos los amores, este también está lleno de incomprensión, de fatiga. Ni Nora ni Kevin consiguen, durante las dos primeras temporadas, arrancarse la pena y los secretos que guardan en su interior, hasta esa escena del hotel (qué buenos momentos nos han dado los hoteles en The Leftovers). Allí, en Australia, se sinceran: Kevin necesita escapar (de la culpa por el asesinato de Patti, de la necesidad de sentirse en casa), y Nora necesita cerrar su capítulo (sabiendo a dónde fueron sus hijos, olvidando la pena de alguna manera). Y todo termina con Kevin rompiendo la relación en la habitación del hotel, con el sistema anti incendios regando las lágrimas de Nora, y el Take me On de A-Ha (que podríamos traducir aquí como ‘Llévame’) martilleando nuestra incredulidad. Parece el final de un amor que había pasado por muchos exámenes: Lily, el bebé que encontró Nora en el final de la primera temporada; las tendencias suicidas de Kevin bordeando el ahogamiento con una bolsa en su cabeza; o las muertes-resurrecciones del protagonista. Sin embargo, no es más que el comienzo.
Si algo nos ha enseñado esta última temporada de The Leftovers es que creer y sentir es mucho más importante que conocer. Viajar hacia nuestro interior es necesario para poder afrontar lo palpable, los designios que la vida nos ofrece. Por eso, todos los espectadores nos preguntamos tras ver el último capítulo, si Nora Durst mentía, si nos la estaba colando explicándole a Kevin, años después, con la mochila aún más llena que al principio, que al final sí usó la máquina que le llevaría al mundo del 2%, pero que allí encontraría que los que de verdad estaban perdidos eran el restante 98%. ¿Y nosotros qué hacemos? Hacemos como Kevin, la creemos sin que nos importe la verdad, abrazando la opción poética y la esperanza, creyendo que el amor es la única salida.
Nora: Y sabía que si te contaba lo que pasó, nunca me creerías.
Kevin: Te creo.
Nora: ¿De verdad?
Kevin: ¿Por qué no lo haría? Estás aquí.
Nora: Estoy aquí.
(Temporada 3, Capítulo 8)
Y así de fácil, con una conversación en una mesa limpísima, mirándose a los ojos vidriosos, con ese preciosista plano final en el que las palomas vuelven al palomar, es como se cierra una de las más bellas historias de amor jamás contadas.
Pero The Leftovers es más que una historia de amor, es una historia sobre el amor, sobre lo que hay que superar para llegar a la felicidad. Decía Gabriel Celaya que “cuando se miran de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte, se dicen las verdades; las bárbaras, terribles, amorosas crueldades”. Y la muerte tiene una gran fuerza en la historia, representada en el macerado cuerpo de Kevin, al que tirotean, ahogan y envenenan. Al que, redivivo, solo pide volver a casa y ser feliz. Y la encuentra por momentos. Primero, con un bebé abandonado que cierra la primera temporada; luego, con una casa recién comprada, casi sin muebles, en la que le esperan todos sus seres queridos; y finalmente, en las manos de Nora. Y es que hay que llegar a la verdad a través del sufrimiento, a las verdades que nos hacen daño.
Por eso es necesario pasar el calvario para llegar a El Dorado, por eso es importante que Kevin Garvey viajara, tras la desaparición de Nora, cada verano a Australia a buscarla (N del R: porque como dice en su último viaje al purgatorio: “la hemos cagado con Nora”). Por eso, también, Nora dio un giro de 180º grados a su vida y decidió pasar la penuria en clausura. Porque el amor no duda, no miente, pero es doloroso. Como The Leftovers, una serie que llora y sonríe a la misma vez, como la vida.
2 Comments
Genial artículo!!!! Me encanta!!!
Genial!