Yo no quería. No quería sentarme en el sofá y estar un par de horas viendo un programa que me imaginaba en exceso mediático y sentimentaloide. ¿Pero es que no te vas a sentar a verlo conmigo? Preguntó mi madre y, claro, sin querer, me vi arrastrada por la nostalgia que, entre demás cuestiones económicas, es la que ha propiciado la aparición de Operación Triunfo: el Reencuentro.
Cada lunes, mi madre y yo nos sentábamos en el sofá y aguantábamos como campeonas un programa que nos hacía sonreír y emocionarnos la mayor parte del tiempo. Digo campeonas porque no hay que olvidar que en aquella época seguían poniendo anuncios y la noche se alargaba hasta horas poco recomendables para una niña con cole al día siguiente; pero, claro, llegar al corrillo de clase por la mañana y no saber quién había sido el expulsado de la academia no era lo más cool. Recuerdo las caras de ilusión de todos cuando los más responsables, preguntaban con prisa el resumen de la gala. Y es que hace quince años, nada de seguimiento por Twitter y nada de juicios de valor sin pasar antes por la almohada. Joder, cómo ha cambiado todo, ¿no? Creo que no era consciente hasta que lo he puesto por escrito. Vaya depresión. Ya tengo recuerdos de hace quince años.
La cuestión es que el domingo me senté junto a mi madre a ver Operación Triunfo: El reencuentro. Por los viejos tiempos. Y sí, no vi Salvados porque había tenido un día horrible y no estaba yo para ver un programa sobre la Eutanasia. Pero eh, que lo veré, como veré también el de la semana anterior, porque sí, señores, se puede ver Operación Triunfo y Salvados (no al mismo tiempo, obviamente) y seguir siendo una persona completa y sin traumas, aunque la guerra que tuvo lugar en Twitter la semana pasada lo dejara en entredicho, así como nuestro respeto por el otro. En fin. Si creéis necesario quitarme el carnet de chica que ve a Évole pero odia Operación Triunfo o el de chica que ve Operación Triunfo pero le aburre Salvados, es todo vuestro, pero en mi defensa diré que en cualquier sitio es posible aprender –y disfrutar-.
No me tiréis piedras todavía pero os tengo que decir que aprendí cosas viendo OT cuando tenía once años y ahora que tengo veintiséis, también. Hace quince años, yo que tengo una voz de pito insoportable, me acostaba soñando con ser cantante y creía que si practicaba, entraría en la academia -menos mal que me caí de aquel burro-. Aprendí que si luchabas incansable por tus sueños, si no te rendías cuando te nominaban, cuando te decían que no habías hecho las cosas bien, cuando te criticaban, podías conseguir lo que te propusieras. Con once años, mis amigos y yo nos imaginábamos lo que molaría vivir todos juntos en un sitio tan guay y tener unos profesores tan molones. Madre mía, me acaba de venir a la cabeza la imagen de una fotografía que le hice a la pantalla de la tele mientras se retransmitía OT. Como veis, también he aprendido bien lo que es avergonzarse de una misma. Todo tiene su parte buena, oye.
Me enseñaron que incluso hacer lo que más te apasiona, requiere un gran esfuerzo y que duele, duele mucho y deja heridas que son visibles quince años después. Que los triunfitos hayan hablado sobre esas secuelas los hace honestos dentro toda la parafernalia televisiva. El triunfo no es lo que creímos ni lo que nos hicieron creer. Si no llegas a la cumbre de la montaña eres un fracasado; si no has llegado hasta el final, no eres nadie; no te mereces estar aquí. Esos jóvenes que lloraban en habitaciones de hotel porque no tenían a nadie con quien compartir su triunfo, son ahora adultos que han aceptado que lo más importante es llegar a casa y poderle cantar a sus hijos. La fama los hirió y cuentan su presente agradecidos, pero también dolidos. Hay cara A y cara B en esta historia, pero nunca podremos escucharlas en su totalidad. Así es la tele, pero yo, que apenas consumo algo más allá de las series, me alegré al ver que hay lugar para un poco de humanidad en un mundo en el que estamos acostumbrados a escuchar sólo gritos. ¿Y qué me dicen del esperado abrazo? Sí, sí, el de Bisbal y Chenoa. A mí me devolvió un poco la fe escuchar a Laurita (como él la llamaba) hablar serena y con cariño de ese amor loco y escondido. Que hay odio en el mundo, sí, pero si escarbas, ay si escarbas…
Bustamante decía que Operación Triunfo había pasado a formar parte de la historia de la televisión, de la música. Y yo tengo que estar de acuerdo con él, lo siento mucho, igual que Mujeres, hombres y viceversa, Sálvame o Salvados. Que cada cual haga sus propios juicios, pero ese lugar no se lo puede quitar nadie. No será el mejor programa de la televisión, no lo voy a negar yo aquí porque quiero conservar mi cuello, pero que no estuvo tan mal, sí que lo afirmo. Aprendí con once años, disfruté, me emocioné y envidié aquel amor fraternal que se profesaban, esa pasión y esa inocencia. Aprendo con veintiséis que el triunfo no es lo contrario al fracaso, que la vida duele y las heridas de guerra están ahí para recordárnoslo y, sobre todo, aprendo que estoy creciendo, que el tiempo pasa para todos, que me estoy haciendo vieja y que aún hoy, después de quince años, se me ponen los pelos de punta cuando escucho Escondidos cantado por Bisbal y Chenoa. Ale, ya lo he dicho. Apedreadme.
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No te preocupes, no estás sola.
Te queremos, Araceli.