Existen ocasiones en las que se vive un sentimiento especial en una sala de cine y se establece una conexión emocional entre el público. Momentos en los que el espectador, que había entrado en la sala de vacío, sale de ella cargado con una mochila llena de pensamientos, emociones y experiencias. Este fenómeno solo se da, desafortunadamente, un par de veces al año, pero Un Monstruo Viene a Verme llega justo a tiempo para recordarnos que la magia del cine no ha muerto. Para J. A. Bayona, al igual que su adorado Buster Keaton en El moderno Sherlock Holmes, el cine es una manera de soñar despiertos que nos permite vivir experiencias lejos de los límites que nos impone la propia realidad; un lienzo en el que retratar vidas e historias con las que el espectador establece un fuerte vínculo emocional, aprendiendo de los errores y trasladando las enseñanzas a su propio bagaje vital. Si para el realizador catalán el cine es el arte de los sentimientos, con su trilogía sobre la muerte y la maternidad ha demostrado que es un auténtico artesano del oficio.
Conor O’Malley, el joven protagonista de Un Monstruo Viene a Verme, no se refugia en el cine para evadirse de la dura realidad; sus vías de escape son el dibujo y la imaginación, que proyectan su propia frustración y sufrimiento. El monstruo que nace de la mente de Conor es terrorífico e imponente, como todo lo que rodea su vida, pero también es una figura sabia y comprensiva: un mal necesario ante una llamada de auxilio. El anciano árbol consigue mostrarle al chico, a través de una serie de historias con un acabado visual tan potente como las moralejas que se extraen de ellas, que la vida no siempre es justa. Pretende hacerle ver que no todo es blanco o negro, que detrás de cada decisión existe una amplia gama de matices que hacen que los límites que separan la bondad y la maldad adquieran un significado diferente según los ojos que los miren. Pero, sobre todo, el monstruo le obliga a tener fe en sí mismo, a mostrar entereza, dejar de ser invisible y dar un paso al frente. Solo cuando lo consiga estará preparado para aceptar su realidad, mirar a la verdad cara a cara y madurar, demostrando que nunca se es demasiado joven para ser un hombre.
Nos encontramos ante la que es, sin lugar a dudas, la mejor película de Bayona. Está repleta de pasajes dramáticos pero sin necesidad de edulcorar ni mostrar con extrema dureza el proceso de la enfermedad que sufre la madre de Conor. En ese sentido, el film acierta en contar la historia a través de la mirada llena de inocencia e ingenuidad del niño protagonista, interpretado por un excelso Lewis MacDougall, que no cae en la lágrima fácil, ofreciendo una interpretación contenida que plasma a la perfección la rabia y desesperación del personaje literario. Obviando el melodramático clímax de la película, Bayona se sirve de las imágenes, las interpretaciones y de la maravillosa prosa de Ness para generar emociones en el espectador, sin necesidad de subrayar los sentimientos a golpe de banda sonora, como ya hizo en Lo Imposible. Director y guionista exprimen las posibilidades que ofrece el audiovisual y a través de una sutil referencia, un plano detalle de una foto y un final más apoyado en la imagen consiguen dotar al relato de un halo poético que se presta a diferentes interpretaciones por parte del espectador, cada una de ellas más mágica y emotiva que la anterior.
Siguiendo la estela de sus padrinos cinematográficos, Bayona ofrece un cuento gótico de Guillermo del Toro con el alma de las historias spielbergianas que versan sobre la niñez y la perdida de la inocencia. Un monstruo viene a verme nunca llega a resultar verdaderamente memorable, ni siquiera tendrá la trascendencia de clásicos como E.T., el extraterrestre, pero consigue despertar a ese niño incomprendido, temeroso y anhelante de historias que todos llevamos dentro. Ya lo dijo el maestro Mario Vargas Llosa: “Cuando la realidad se vuelve irresistible, la ficción es un refugio. Refugio de tristes, nostálgicos y soñadores”.
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