Cuatro amigos
El cámara graba la escena: no solo cuatro músicos abrazados en el camerino deseándose suerte antes de salir al escenario, sino cuatro amigos de siempre que saben el recorrido de cada uno, que sienten el tiempo, el sufrimiento, el amor por la música.
Es sábado, 29 de diciembre, las nueve menos cuarto de la noche. Aplausos en el auditorio de la Casa de la Cultura de Bullas cuando Alfonso de Miguel, Jesús Caparrós y Maxi Caballero aparecen entre guitarras, amplificadores, micros, un cuadro con el dibujo de un violín y su arco, alfombras, cables, música callada. Marcos García espera en los escalones del camerino. Todo está preparado para la presentación de su disco debut They will always be glorious birds, lanzado a finales de noviembre y que fue seleccionado para mejor álbum ‘Nuevas Tendencias’ en los Premios de la Música de la Región de Murcia. Además, ha sido uno de los diez artistas emergentes murcianos que han sorprendido en 2018 según esta revista.
Sube un peldaño más. Todo está culminado. Hay mutis y expectación en la sala. Solo queda una cosa: la emoción del directo. El último escalón y acelera el paso. Aplausos. Chaqueta verde clara abierta, camiseta negra de The Who, pantalones verde pistacho. Caparrós le sonríe, Alfonso le aplaude sentado en la batería, Maxi le mira orgulloso mientras ajusta una clavija de su guitarra. Se cuelga la acústica, los pómulos y las cuencas de los ojos sombreados, la cabellera iluminada por la luz cenital. Y suena The first rain. Un tema que esconde una historia de amor en Dublín, en cuyas calles Marcos estuvo tocando durante casi todo un verano. So the rain is a good place to stay. Ha comenzado una melancolía, un amarillecer de la música. Dos cámaras graban el momento: un joven de 26 años presentando su primer álbum junto a su banda.
—¡Bienvenidos! —dice al acabar el tema.
¡Qué bueno, lo llevo en el coche!
—Ahora que ha pasado todo, que has sacado el disco, que lo presentaste anoche en la Casa de la Cultura, que la gente te para por la calle y te da la enhorabuena, ¿cómo ves ese fruto?
—Pues increíble—dice Marcos el día después del concierto, domingo por la noche, Bullas, cafetería Ateneo, sentado a una mesa redonda de madera barnizada sobre la que está su segundo gin-tonic, el primero fue en el Happy Duck—. Es la primera vez que sale a la luz algo mío, algo personal. Es tu vida, es todo lo que has hecho al alcance de todo el mundo. Ahora mismo cualquier persona puede darle al play en Spotify y escucharlo. Y después de tanto trabajo, la gente que aprecia lo que has hecho, te dice: ¡Qué bueno, lo llevo en el coche! O te dicen: Llevo toda la mañana escuchando el disco y me ha encantado.
Hace unas pocas horas, al salir del pub The River, donde había estado firmando discos a unos amigos, ha subido por la Avenida de Murcia hacia la plaza y se ha encontrado con Blas, su antiguo entrenador de baloncesto, y se han dado un abrazo.
—Me gustó mucho So perfect in this water. Muy psicodélica.
Después, cuando ha llegado a la plaza y un sol de atardecer proyectaba un ámbar taciturno en las fachadas de la Iglesia y de la Casa de la Cultura, una música a lo lejos se ha oído de pronto, cada vez más fuerte, acercándose en un coche negro. Una melodía que le resulta familiar.
—¡Marcos! —ha gritado Blas bajando la ventanilla. Suena So perfect in this water a todo volumen. Xilófonos eléctricos, punteos, acordes de guitarra acústica.
—¡Gracias!
Ahora sigue el camino hacia el Happy, abrigo negro de paño, emocionado, sonriente, un árbol de Navidad construido con botellas de plásticos recicladas.
La banda
—¿Vamos al solo? —dice Marcos.
Alfonso responde:
—Un, dos, tres, cuá… ¡y!
Es jueves por la mañana, a tres días del concierto, en una habitación insonorizada en el campo de Alfonso que les sirve como local de ensayo. Tocan The world from a picture of the world, el segundo tema del disco. No una crítica a la sociedad moderna, sino una sensación: cómo el mundo se ve hoy a través de una pantalla. Suenan ritmos de ánimo entre el horror vacui de cables, amplificadores, micros, sillas, mochilas, toses, alientos. Look at the sun, all the flowers are getting wasted in town canta Marcos. Todo lo puro se está emborrachando.
Recién llegado de Nueva York donde estudia jazz con la beca Fulbright, Maxi toca su guitarra eléctrica sentado en una pequeña silla. Una bufanda ovilla su cuello, gorro invernal verde oliva, jersey blanco ceniza. Levanta la mirada a la nada y cierra los ojos mientras sus dedos trepan y descienden trastes, notas y escalas con la soltura de un spiderman del mástil. Detrás, una ventana, un destello, el cielo y nubes lisas, un cerco de cipreses.
Recién llegado de Cádiz donde toca el bajo en la banda del compositor Antonio Lizana, Jesús Caparrós hace palmas cerca del micro, se le mueve la melena castaña a lo George Harrison y se le queda colgado del cuello el bajo semi acústico que se ha comprado en Bratislava hace dos semanas. Lleva una chaquetilla azul océano y cuando hace las segundas voces abre una boca grande, de oscura y aguda cavidad sonora.
—¿Una escala más arriba, a lo mejor? —pregunta Alfonso.
Recién llegado de Lisboa donde estudia jazz en la Escola Superior de Musica con una beca que recibió del Conservatorium de Maastricht, Alfonso zurre sentado en su batería una ristra de cascabeles y semillas que otorgan a la canción un sonido de caña de agua. Sonrisilla pícara. Una chaquetilla verde como la mitad de la bandera de Portugal. La melena negra recogida en un moño.
—Bueno, a mí me gusta así—le dice Marcos, que toca un tema de Bon Iver en el teclado, y, cuando pulsa las teclas, su voz suena espacial, multiplicada, coral.
—Armonizada—dice Maxi—. Se multiplican en su voz tantas notas como suenan en el piano.
Marcos flexiona un poco las rodillas cuando toca. Gorro de lana, bufanda, jersey fino. Grises. Pantalones de chándal, azules, como de textura de charol, unos zapatos desgastados. Recién llegado de Edimburgo, donde da clases de español en Fettes College, en esa ciudad donde en las noches más oscuras ha escrito las letras de algunos de los temas de su álbum.
Un vinilo tras la barra
Como si fuera una boca de metro, unas escaleras bajan hasta el interior del Happy Duck. Sofás rosados, barandas de madera, lamparillas que amarillecen tenuemente este pub de estilo irlandés. Marcos se acerca a la barra y se abraza con Agustín Vicente, amigo y admirador. Se palmean las espaldas. Le firma el disco. Juan, el barman, bigotillo color ceniza, chaleco de lana verde, más de cuarenta años regentando este pub, le sirve un gin-tonic.
—Estaba nervioso—dice Marcos.
—Se te notaba un huevo—dice Agustín—. Pero fue un lujo, de verdad. Es grande, es calidad.
Anoche no parecía nervioso, aunque lo estaba. Sonreía, de pie en el camerino de la Casa de la Cultura, a las ocho y veinte de la tarde, minutos antes del concierto. Miraba el móvil, volvía la vista a Maxi, a Caparrós, sentados en una banqueta, tranquilos, los rostros en paz. ¿Cómo va todo ahí fuera? ¿Hay gente?, preguntaba. Los ojos abiertos, intrigado. Maxi se quitó la camiseta. Caparrós rasgueaba en la guitarra Eight days a week de los Beatles. Marcos se apoyó en el borde de un tocador, de espaldas al espejo, miró el móvil, ¿la hora que es? ¿un WhatsApp de Alfonso? Está en la puerta del callejón, hay que abrirle. Entra enseguida, se quita el abrigo, alto, esbelto, el pelo recogido en un moño. ¿Qué pasa, chavales?, dice Alfonso, fuerza en la sonrisa, dispuesto a todo. ¿Hay gente afuera? Entran los cámaras que van a grabar el concierto y cierran la puerta. Sí, todo está listo. Sí, prácticamente lleno.
—Lo mejor es ser sincero—dice Marcos.
—Si eso es lo que intentabas, puf. Lo has logrado. Exagerado. Los pelos de punta—dice Agustín.
Acodados en la colcha negra de la barra hablan de las navidades, de los regresos, de la ruta del 66, del whiskey escocés. Un joven sonriente y espigado, las mejillas un poco rosadas por el frío de afuera, acaba de entrar y su voz alucina. Se llama Sema. Es amigo y admirador de Marcos. Anoche, después del concierto, vino aquí y le dijo a Juan que guardara su vinilo de They will always be glorious birds, y que hoy vendría a recogerlo.
—¡Qué bendición! —dice abrazando a Marcos.
Hablan de Queen, de la peli Bohemian Rhapsody, de Jimi Hendrix, de Nirvana, de Damien Rice, de Damien Jurado, de Anna Calvi, Laura Marling, Lisa Hannigan.
La radio en la habitación de al lado
Alfonso deja los cascabeles en el suelo del escenario. Acaba The world from a picture of the world y Marcos se acerca despacio hacia el teclado, posa sus manos sobre las teclas blanquinegras y, entonces, su voz se multiplica en muchas voces. The Birds Come into Town (Beware of Your Mind). No hay letra, solo llegada, contraposición entre un elemento tan natural y celeste como un pájaro y una creación tan exclusivamente humana como la ciudad.
—¡Estoy orgulloso de tocar con estos pedazos de músicos! —dice al terminar el interludio—. Aparte, son mis amigos y estamos felices de darle vida al disco. Aquí cobra vida. Seguimos con un tema que se llama Birds, primera que compuse en Edimburgo, ciudad inspiradora.
La compuso el día antes de coger el avión a España para las vacaciones de Semana Santa. Contempló el atardecer por la ventana y se oían pájaros cantar.
—Muy, muy fuerte—rememora después de dar un sorbo al gin-tonic del Ateneo—. Y se me ocurrió esa historia. La canción habla de dos personas que se convierten en pájaros porque no saben cómo hablar, ya sea por miedo o por una compresión impresionante, cuando una mirada puede expresarlo todo.
Le vino la idea en ese momento y se fue a la cama sobre las cinco, durmió dos horas y se marchó al aeropuerto con la somnolencia taquicárdica de haber creado algo que le convencía.
—Había un músico, no me acuerdo quién era, que decía que las canciones nacían como si estuvieras en una habitación de hotel. De repente, el de la habitación de al lado pone la radio y tú escuchas la canción. Si se acaba, no la vuelves a escuchar, no sabes cuál es. Tienes que poner la oreja, la grabadora, apuntarla y cogerla. Si no la coges en ese momento, se va, se esfuma, tienes que esperar a que alguien vuelva a poner la radio. Esa noche, en mi casa en Edimburgo, alguien puso la radio y escuché.
Una guitarra de juguete
Cuando llegó a España con los birds en la cabeza estuvo toda la Semana Santa reclutado en su cuarto de toda la vida en Bullas para ultimar la composición antes de irse a Madrid a grabar. Un martes en la mañana salieron temprano en su coche él y Alfonso hasta llegar a la Gran Vía madrileña después de más de tres horas de viaje y un atasco. Era un día de lloviznas y en el piso de Caparrós cerca de Plaza España les esperaba también Maxi, que había llegado por la mañana desde Nueva York. Esa tarde se fueron a ensayar a un local en Carabanchel. Al día siguiente llegaron a Estudios Reno y allí les esperaba Brais Ruibal, el técnico de sonido que les acompañó durante toda la grabación. Primero, el bajo y la batería. El jueves, guitarras. El viernes, guitarras y voces. El sábado, voces. El domingo, voces, elementos de percusión y, por último, dos canciones grabadas en directo: What Can I Do? y Phoenix. Después fue masterizado por Fred Kevorkian en Avatar Studios en Nueva York. «El disco ya está grabado, pero para poder sacarlo a la luz necesito vuestro apoyo. Por ello, ¡he decidido hacer un Crowdfunding!», escribió Marcos ese verano en la plataforma Verkami. El respaldo fue todo un éxito.
—Se ha ido el ampli—dice Maxi.
Marcos trastea su amplificador en cuclillas. Han cortado el ensayo de Birds a la mitad, cuando su guitarra ha dejado de oírse.
—Vamos donde empezamos todos—dice Alfonso, las baquetas en la mano, de espaldas a un mandala, la representación circular del microcosmos que tiene colgada en la pared de almohadillas grises como hueveras, en este rincón musical de su campo.
—¡Vamos! —dice Marcos en pie. El ampli ha vuelto a la vida.
La canción ha empezado, pero ni Caparrós, ni Maxi, ni Alfonso han entrado todavía. De pronto, bajo y batería se miran. Parece que los punteos mortecinos de Marcos se detienen. Y entonces, Caparrós arrastra una nota como un desplome, un hundimiento, un cuchillazo que sonara como si se abriesen en canal todas sus taquicardias, bombo, platos, guitarra atmosférica.
Luces fucsias, azules, ocres caen sobre ellos. La voz vuela alto entre el público: And every time that you speak I can hear you loud, is that the sound of my wings? We have turned into birds. Los ojos cerrados, abiertos, balanceándose; gestos de dolor, rabia, goce. Y detrás, el cuadro del violín que le pintó su madre Elvira. Siempre le acompaña porque le recuerda que sigue intacta la más pura y feliz vocación de coger un instrumento y tocar, como cuando tenía siete años y estudiaba violín en la Escuela de Música de Bullas.
—¿Por qué violín?
—No sé, no sé. Me dieron una lista de instrumentos y había que elegir uno. Intuitivamente me fui al violín, no me acuerdo por qué razón. Pero en mi casa había una guitarra de juguete, pequeña, y me sentía atraído por ese instrumento más que por el violín o el piano. Me enamoré de la guitarra y a los once años empecé a aprender por mi cuenta, me tiraba estudiando nueve horas cada día. Al empezar tan temprano, la música siempre ha sido algo muy natural en mí.
Pequeño héroe
Se le rompe una cuerda en mitad de Birds pero sigue tocando.
—Lleva toda la semana sin romperse—dice cuando acaba el tema.
Leves risas se expanden entre las butacas. Se dispone a cambiarla. Mientras, habla de un paisaje que le inspiró una tarde en un parque de Edimburgo, y al que le echó una foto cuando sobrevolaba, casual e inesperadamente, un pajarraco blanco sobre el lago con árboles reflejados, la ciudad al fondo, el cielo color salmón sin sol. No sospechó que esa fotografía del móvil sería la portada de The will always be glorious birds, una frase extraída de una película con canciones de Cat Stevens: Harold and Maude.
—El tema de los pájaros está muy presente. Maxi, ¿me traes las cuerdas?
Aunque Maxi le ayude, finalmente opta por coger otra guitarra. El siguiente tema, igual que hizo en el estudio, lo va a tocar solo. What Can I do? La compuso dos semanas antes de la grabación, cuando Maxi le sugirió que entre Birds y So Perfect in This Water metiera un tema sin banda, acústico, para airear.
—Una canción muy sencilla, muy desnuda—dice y empieza a tocarla.
Está solo, cantando I’ve got my friends, I’ve got the wine, several people to talk to, tocando esa Ibanez semicaja, color naranja atardecer y negro de noche, que le regaló su primo Antonio hace años, cuando le puso una condición: «Te la doy si me prometes que siempre tocarás Jonny Be Good al final de cada concierto». Eran los años de adolescencia e instituto, cuando Marcos se volvía loco con el Rock and Roll y tocaba en pubs y festivales del pueblo. Lo hacía con su primera banda, Tiempo Muerto, donde empezó a llevar al directo sus primeros temas muy influenciados por el rock español, como Platero y Tú, Extremoduro, Rosendo.
—A mí lo que más me ha gustado siempre ha sido el directo, coger una guitarra, salir al escenario y hacer el loco. No necesitaba nada más.
—Marcos fue nuestro pequeño héroe del instituto—dice Jesús Caparrós por mensaje de Facebook—. Conocía todas las canciones de los grupos que nos gustaban, las cantaba y tocaba a la perfección, y a mí, que en ese momento estaba empezando a estudiar música, me marcó ver esa frescura y espontaneidad tan natural, esa intuición, lejos de todo dogma o academicismo musical. Sin duda, me hizo ver esa otra parte tan importante de la música que hay que desarrollar.
—En ese tiempo no me hubiese imaginado grabar un disco. Me apasionaba tocar en el contexto de grupo, era algo que me encantaba hacer, me llenaba de vida la emoción del directo. La música grabada ha sido algo más jodido. Todo va unido de la mano, al fin y al cabo. Es un proceso natural. En algún momento tomas la decisión y quieres tener una obra.
Con dieciocho años tocaba con el compositor caravaqueño Ángel Ninguno —diseñador de la portada—. Descubrió muchas bandas, empezó a escuchar discos como concepto general. Con el grupo murciano Le Mur aprendió a buscar sonidos buenos, tanto en la voz como en los instrumentos, y a ser creativo con los efectos. Fue en busca del suyo mientras se afianzaba más esa idea de que merecería la pena contar una historia de principio a fin con la música.
—Si soy sincero, no sé si mi meta ha sido sacar un disco; mi meta ha sido hacer una obra. A mí me gusta mucho la literatura, de hecho, estudié filología hispánica y escribí durante mucho tiempo. Por eso, mi disco le da mucha importancia a las letras, sea la lengua que sea.
¡Temazo!
Marcos reproduce en su Mac, encima de un altavoz, All Things Must Pass, el tema que también da nombre al disco de George Harrison, y se lleva la mano al mentón, a sus labios, la yema del dedo gordo repasa el bigote de su barba, meditabundo, sin parpadear, asintiendo. Poco a poco empiezan a tocar en susurro por encima de la canción original, con respeto.
—Eric Clapton tocó en ese disco—les recuerda Caparrós.
—Es una versión—dice Alfonso.
—Tenemos que ser conscientes de los medios que tenemos—dice Marcos y Alfonso responde:
—Vamos a probar.
—¡Alright!
—One, two, three, four, ¡eh!
Caparrós hace la segunda voz y un chorro de luz amarilla le barniza el rostro extasiado, las venas del cuello como cables bajo su piel enrojecida. Maxi ya hace rato que se quitó la larga rebeca negra, en busca de los mejores sonidos que pueden emitir unas cuerdas. Alfonso niega con la cabeza cuando las cosas salen muy bien en su batería. It’s not always will to be this grey. All things must pass. El público aplaude. Marcos mira a Caparrós. Le dice:
—¡Temazo!
Después tocan So perfect in this water y Young, dos temas que presentó Marcos en 2015 en La Puerta Falsa durante el concierto de la Semifinal del Creajoven. Son las dos canciones del disco que más tiempo tienen desde que las compuso, las más viejas aunque una de ellas hable y tenga, sin embargo, ritmos de altibajos propios de la juventud, remansos y tormentas musicales.
Como cuando tocas en tu habitación
Alfonso suelta las baquetas. Se levanta. Coge los cascabeles, las pezuñas de cabra, las semillas. Van a por el último tema de la noche. Las agita suavemente al compás de una melodía apaciguada, de ruta, de extenso horizonte, de volver a empezar. Y como si hiciera una danza tribal, como si expresara con el cuerpo lo que dice la canción, ese resurgir, ese Fénix, Alfonso está de pie, desafiando las barreras y los límites del propio instrumento.
—La composición es una manera de comprensión de uno mismo—dice Marcos, el gin-tonic del Ateneo apurado—. Yo no dije: Voy a escribir una canción que se llame Phoenix. Fue naciendo de una manera inconsciente. En la expresión artística brota todo. Por eso, le tengo mucho cariño, me ayudó a comprender lo que estaba pasando y por qué me sentía tan mal. Lo que me ha ayudado la música es a comprender.
Y lo que comprendió aquella noche de invierno muy oscura en Edimburgo en su cuarto, entre velas, sombras, melodías, en medio de una época de incertidumbres y de cambios, fue que sentirse viejo en la juventud es una sensación falsa.
—Te das cuenta con el tiempo. La vida a veces te ciega de perspectivas—dice y señala la letra de Phoenix en el cuadernillo del disco sobre la mesa redonda, y lee y traduce: —Cuando la vejez se convierte en un profundo sentimiento que vierta tu aliento, y en tu corazón tú sepas que hay un cielo que desaparece, será mejor que destapes tu alma, solo de esta manera podrás sentir la primavera.
Está ahí, en directo como a él le gusta, metido en la canción, cantando Only a fire creates ashes made of beautiful hope , sin pensar en nada más, pase lo que pase, con la guitarra acústica de nuevo, suene como suene, falle lo que falle, se rompa lo que se rompa, la mirada entornada, alejándose, acercándose al micro, pensando en su habitación.
—Siempre recuerdo lo que me dijo una vez mi primo Antonio. Una noche me vio tocar y me comentó que me veía un poco forzado porque estaba pensando todo el rato en la gente. Yo tenía 18 años, era un inexperto. Me dijo: «Tío, tienes que tocar como tocas en tu habitación». Y cuando subo a un escenario me acuerdo de esa frase.
Celebración de la amistad
—Anoche yo estaba sentado abajo, a la derecha, y veía que el Alfonso y el Caparrós estaban flipando cuando estabais tú y el Maxi solos—dice Sema.
Se quedaron entre bastidores mientras Marcos tocaba What Can I Do? y dos temas que no incluyó en el disco, The field inside, The old man con Maxi a la guitarra. Después, los dos hicieron una versión: Death with Dignity, de Sufjan Stevens.
—Podían estar ahí con los móviles como está todo el mundo ahora, pero ellos estaban ahí, embobados—dice Sema.
—Nos admiramos mutuamente—dirá Marcos después en el Ateneo—. Todos sabemos el recorrido personal que llevamos cada uno. Todos sabemos las horas de estudio, el esfuerzo, el amor por la música. Y ese respeto está ahí. Por eso, cuando uno toca, el otro escucha.
—Hemos crecido juntos musicalmente—dice Caparrós en su mensaje de Facebook—, compartiendo experiencias y proyectos, composiciones, tardes de verano en el río. Imagínate que alegría para mí poner unas cuantas pinceladas en este su primer álbum.
—Cuando escucho a Caparrós tocar y cantar me emociona—dice Marcos—. Todo el mundo interior que tiene, su camino personal, su sinceridad. Está descubriéndose a sí mismo de una manera impresionante. Tenemos un artista en común, admirado, que es Luis Alberto Espineta, un artista del rock argentino, y Caparrós tiene mucho de esa pureza expresiva de Espineta.
—Marcos tiene la cualidad de convertir la sencillez en belleza con suma facilidad—dice Maxi por mensaje de Facebook—. Me fascina lo perfeccionista que es y cómo ha trabajado en todos los detalles de su música hasta llegar a estar realmente contento con ella. Nos ha tratado con mucho cuidado, cariño y respeto, y siempre ha atendido a nuestras opiniones o nuestro punto de vista sobre cualquier aspecto, abierto a cualquier sugerencia o idea nueva. Este disco es su hogar, pero siento que en su cabaña ha dejado una habitación para cada uno de nosotros.
—Maxi siempre va al máximo—dice Marcos—. Curra tanto y busca tanto los sonidos, y es tan creativo y tan original. Además, es un tipo que se preocupa mucho por ti, tanto como persona como músico, te da consejo, te ayuda en lo que pueda. Ha creído en mí de una manera impresionante.
—Marcos es una de las personas más talentosas con las que me he cruzado en mi vida—dice Alfonso por un audio de WhatsApp—. Súper transparente, puro sentimiento, pura emoción, súper natural. Es brutal ese don, esa genialidad para tocar varios instrumentos, esa capacidad para absorber música, influencias de todos lados y plasmarlas en sus composiciones. Es pura autenticidad. Formar parte de este proyecto es una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida.
—Y luego, Alfonso, puf…—Marcos se queda unos instantes sin palabras—. La manera de tocar, esa expresividad tan increíble, tan creativo, esas cosas tan maravillosas que hace con la batería, ¿eh? Además, es una persona muy sensible y un gran amigo.
Suben las escaleras hacia la calle. Afuera ya es de noche. El helor convierte en vaho los alientos. Marcos se abotona el abrigo. Agustín se fuma un purillo para ir cerrando. Sema se despide diciendo:
—¡Qué bendición! He venido a por mi vinilo, que le estaba dando la solera adecuada en el Happy, y ahora me lo llevo firmado.
Dos abrazos apretados, bien chillados y sentidos. La calle Iglesia, bordea el Hogar del Pensionista, sigue por la Plaza de Abastos, pasa por la puerta del edificio donde ha vivido siempre, baja la Gran Vía, llega a González Conde, entra a la cafetería Ateneo, sale al cabo de una hora y pico de entrevista, entra al chino, se compra un mechero y se marcha a casa: su figura alta y sombreada por la ropa oscura se pierde a lo lejos, cuando sube la Gran Vía entre guirnaldas de luces navideñas, coches, gentes abrigadas en la acera.
—Este grupo es algo musical, claro, pero es una relación de amistad —dice Choncho—. La grabación de este disco ha sido la celebración del momento en el que estamos ahora todos, como músicos. Solo tengo palabras de agradecimiento. Estoy muy contento del tiempo que llevo formando parte del proyecto, de seguir formando parte y de lo que está por venir.
Los cámaras graban la escena: cuatro amigos abrazados bajo los focos saludan al público inclinándose varias veces, como pájaros picando en alpiste, gloriosos alzando sus miradas iluminadas hacia un horizonte de aplausos.
Por Antonio F. Jiménez
Fotos por Antonio Pérez Abril, Loup Moula Photography y José María Fernández
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