No estoy de coña, me hago mayor.
Imaginad: es sábado noche. Hacía cuatro días era martes. El martes decidí que era un gran día para probar eso tan popular que se llama «pádel» por primera vez. El martes me hice un esguince. El caso es que ahora es sábado por la noche, ¿vale?, y aunque iba cojeando con una muleta porque hacía cuatro días, un martes, me había hecho un esguince, hacía más de sesenta que tenía en mi poder una entrada para una obra de teatro que estaba programada para esta noche, que era sábado.
Me acerco al teatro circo porque esto empieza a las nueve. Cojeando y pensando que tal vez exista una ligera posibilidad de que parezca «House«, y que eso me haga tener algo de filón. Me acerco a la chica y le pregunto a qué hora comienza, por si las moscas. La chica me dice “pues empezó ayer, porque la obra fue ayer”. Ayer fue viernes y la obra de teatro fue el viernes. Y ahora yo estaba allí solo y sin nada que hacer. Estaba muy triste y la chica me miró a los ojos y pensó “joder está triste y tullido, el pobre”, y me dijo “oye, pero ahora tocan L.A. y quedan entradas”. “¿Qué cojones es L.A.?”, pienso yo. Pero a modo cascarrabias. En plan, “en mis tiempos nadie se llamaba L.A. porque si te llamabas así te daban de hostias”.
La chica más tonta y más lista del mundo me avisa de que lo mismo y hay una acreditación sin usar, me lo confirman, me lo confirma el chico de la taquilla del teatro circo, que es más majo que las pesetas, que es fantástico y que baila jotas, o eso me confirman. Y entro, escéptico perdido. La gente me abre paso con mucho cuidado porque les doy algo de pena, y me siento en mi butaca cuando, en ese instante, se apagan todas las luces del teatro.
Aparece en ese momento un hombre con un sombrero vaquero, con una guitarra vaquera y con pantalones vaqueros (humor de carcamales). Se ilumina una tenue luz sobre su cabeza y comienza a cantar. Puede que esto sea L.A., y pued… joder, qué voz. Era hora de dejar de pensar porque ese tío no sería un guitarrista portentoso, pero con esa voz consiguió embadurnar el ambiente con olores de oeste, de prado y de rebaños. Encontré algo de Mumford and sons, solo que sin desgarro vocal. Se me olvida el horrible día que había tenido y me pongo a disfrutar.
Entonces aparecen cuatro personas más. Un guitarrista, un bajista de pequeña estatura, un batería y un teclista, que al día siguiente buscaría en google. Supongo que ahora sí, podemos decir que estos cinco forman L.A. El hecho de que el nombre del grupo acabe con un punto me ahorra escribir el punto que debería terminar la frase. Esto es algo que me hace algo de gracia.
Comienza el concierto y resulta que no es country, que es indie. En el indie hay demasiadas formaciones que no dicen nada, que no transmiten. Admito que entre este nueva moda y yo, porque me niego a llamarla género, hay cierto resquemor. Pero L.A. no es una de esas formaciones, e insisto en que sus composiciones son un tanto simplonas, en que musicalmente hasta puede uno encontrar alguna que otra carencia, pero en este caso importa muy poco porque la fuerza de su sonido en directo es espectacular.
La diversión es contagiosa. Los que tengo alrededor comienzan a inquietarse mucho. El cantante, que además de cantar muy bien parece tener un considerable tirón sexual, comienza a hablar. Al principio no me queda claro si es extranjero o no porque habla de una forma un poco extraña, luego resulta que es de Mallorca, pero que esa es su voz, la de un viejo vaquero.
Miro bien si mi muleta sigue ahí, y sigue ahí. Qué susto. ¿Me habré tomado el sintrom hoy?
“El otro día una chica muy joven me dijo que ella escuchaba mucho nuestros primeros discos cuando era joven… cuando era joven joder. Y me lo dice ella, que os aseguro que no llegaba a los veinte. Entonces estuve pensando que me estoy haciendo mayor”. Era verdad, nos estábamos haciendo mayores. En aquel teatro atestado de gente, gente que os aseguro que entraba a la hora de concierto sin que importase nada, no habían muchos jóvenes. Todos éramos mayores.
“Me resulta raro tocar en un teatro. Os veo ahí, sentados, muy cómodos… os veo con el móvil porque se os ilumina la cara. En realidad no me importa, somos nosotros los que hemos venido a vuestra casa, podéis hacer lo que queráis. Pero es raro”. Es raro y es de viejos, qué mejor forma de explicaros lo que siento que viendo un concierto que incita a bailar, sentado en una butaca. No mola.
Pero L.A. tiene ese algo que te permite sentirte un poco más joven. Y me percaté de que los primeros mayores jóvenes que se incorporaron de sus butacas llamaron la atención a los circundantes, entre los que estaba Ley DJ, por cierto. Y cuando en el ala izquierda del teatro circo muchos mayores se habían contagiado entre ellos esa juventud ansiada como si fuese una epidemia que se transmite mediante saltos, Lluis Albert, que así se llamaba ese viejo vaquero, les dio una emocionante sonrisa sincera, comprendiendo que habíamos comprendido que había que negarse a envejecer.
Fue, supongo, el principio de aquel apoteósico caldero de emoción. Nadie estaba quieto, nadie excepto yo, que estaba cojo y no podía estar demasiado tiempo de pie. Pero joder, me incorporé y me apoyé en la butaca de atrás. A mí no me hace quedar de viejo ningún viejo.
Dos horas de concierto, tres bises, a cada cual más motivante. Cuatro focos de colores, mucha espectacularidad. Así sí, así da gusto leer que algo es indie cuando es inclasificable.
Salí de aquel teatro cojeando y le guiñé un jovial ojo mayor a la chica que me había recomendado L.A, y esa noche bebí jagger y me aproveché de mi tullidez para entrar antes a los aseos. Supongo que Lluis Albert sonrió, comprendiendo que habíamos comprendido que había que negarse a envejecer.
Que nuestro cuerpo haga lo que le dé la gana, que ya se las arreglará nuestra cabeza para pasarlo bien.
Fotografía por Diego Garnés
No Comments