Siempre he pensado que la infancia es esa época en la que comienza nuestro idilio con aquellos pequeños placeres y hobbies que, más allá de su sentido lúdico, van a conformar parte de nuestra personalidad y saciar nuestro hambre de conocimiento. Es una etapa en la que el futuro escritor descubre las mieles de la literatura, el olor a tinta y el suave tacto del papel, mientras se zambulle en mundos y aventuras imposibles solo al alcance de auténticos soñadores; la futura estrella de la música comienza a tocar sus primeros acordes y a componer la banda sonora de su propia vida y el futuro pintor de renombre se enfrenta por primera vez, pincel en mano, a la desolación que desprende un lienzo en blanco. Yo, irremediablemente, me enamoré del cine.
Dicen que cuando nos enamoramos tendemos a mitificar a la persona u objeto del deseo. Un sentimiento parecido al que experimentábamos con aquellas películas que durante las largas jornadas vespertinas del fin de semana se encargaban de alimentar nuestra imaginación y espíritu aventurero. Bajo el prisma que otorga la experiencia y el paso del tiempo, la llamada generación del plástico criada en los años ochenta defiende a ultranza películas como Los Goonies o Los Cazafantasmas tirando del carro de la nostalgia aludiendo que cualquier tiempo pasado, cinematográfico o no, fue mejor. Quizás tengan razón y ese sabor e ingenuidad que desprendía la marca Amblin no lo volvamos a paladear nunca más, pero lo que es innegable es que las películas que visionamos en nuestra infancia dejan una huella imborrable. Elaborar una lista personal sería una tarea titánica, pero como lector voraz de las aventuras de Sandokan de Emilio Salgari y los viajes submarinos y al centro de la tierra de Julio Verne, el King Kong de Peter Jackson se convirtió, desde el primer visionado, en mi película favorita.
King Kong era y es una película atípica; perfecta para un niño atípico como yo. Un film que destina más de una hora de su metraje a la presentación, con un trayecto a la isla que nos permite conocer las motivaciones, ocultas o visibles, de cada uno de los personajes, con el fin de conseguir que nos importen, los odiemos o cuestionemos su moralidad. El director neozelandés se permite cometer un sacrilegio, un acto de rebelión ante la tiranía del blockbuster moderno, volviendo a la máxima de sugerir antes que mostrar haciendo que el gigantesco simio al que dota de vida y alma Andy Serkis no haga acto de presencia hasta pasada una hora de metraje. Tras la llegada de los protagonistas a la isla, comienza el festival de bichos y dinosaurios, con una retahíla de set-pieces de acción imaginativas y visualmente espectaculares que no le roban el show al verdadero protagonista de la función: la relación entre Ann Darrow y King Kong, el imponente monstruo humanizado que con el discurrir de las miradas acaba viendo como su coraza emocional cae al suelo rendida a los pies de la belleza impertérrita y el encanto de Naomi Watts. Una clara revisitación del clásico La bella y la bestia con un destino trágico.
Casi doce años después de su última aparición en pantalla, esperaba revivir antiguas sensaciones con Kong: La isla calavera, el remake llevado a cabo por Jordan Vogt-Roberts. Observo el inicio con suma atención. Es prometedor, ágil y se tocan diversos temas candentes de los años 70; desde la Guerra Fría, donde el miedo a que los rusos puedan explorar la isla antes que los americanos le sirve como estratagema al agente del gobierno Bill Randa (John Goodman) para obtener el permiso necesario para realizar el viaje y tener equipo y apoyo militar, pasando por los traumas y los fantasmas de la Guerra de Vietnam, materializados en el personaje de Preston Packard (Samuel L. Jackson), que a pesar de sus múltiples condecoraciones tiene mil razones para viajar a la isla y ninguna para volver a casa, o el mensaje ecologista, tan presente en la década debido al auge del movimiento hippie, en el que se plantea la capacidad del ser humano de destruir un ecosistema en pos de sus propios intereses.
Uno de los principales problemas del film es que dedica muy poco tiempo de metraje a desarrollar los personajes y sus motivaciones. Aparte de los mencionados Samuel L. Jackson y John Goodman, solo John C. Reilly, quien interpreta al piloto de caza de la Segunda Guerra Mundial perdido en la isla Hank Marlow, tiene un arco dramático completo, a pesar de que el personaje sirve en un principio como alivio cómico de la historia. Es una pena lo que hace el libreto con James Conrad (Tom Hiddleston), ex capitán del Servicio Aéreo Británico que es contratado como rastreador y que tiene un personaje que funciona en una clave Nathan Drake del videojuego Uncharted tremendamente interesante que no acaban de explotar, dejándole en la isla una única –e innecesaria, por ridícula- escena de acción en la que acaba con unos pterodáctilos con una máscara de gas puesta y espada en mano. Para excusar la unidimensionalidad de los personajes digna de una producción de The Asylum, el film se escuda en la presencia de un reparto coral en el que el verdadero protagonista es el simio gigante. La realidad es que Kong (mastodóntico, imponente, pero una simple marioneta sin alma) está en pantalla menos tiempo del que nos gustaría y cuando el relato se centra en los humanos, como en el primer contacto con los indígenas de la isla, el interés decae debido a que los personajes no nos interesan. El guion presenta la estructura típica de este tipo de producciones, teniendo que recorrer los protagonistas el trayecto de un punto A a un punto B, pero cuando se dirigen a un callejón sin salida, los puntos de giro no son introducidos de manera eficaz y todo se soluciona con un deus ex machina (el momento vomito del Skullcrawler).
El director Jordan Vogt-Roberts comenzó su andadura en el seno del cine independiente y no tenía experiencia previa en el cine de gran presupuesto, pero Warner ha acertado de nuevo obteniendo como resultado un blockbuster con personalidad aunque no exento de errores. El joven director norteamericano demuestra sus cualidades técnicas, con una enorme pericia para la composición (la imagen de Kong bañada por el Sol emergiendo de entre las montañas de la isla como un coloso listo para enfrentarse a los helicópteros se graba en la retina), la planificación en la dirección (los planos subjetivos o el match cut del que se sirve para saltarse la censura son recursos brillantes) y el manejo de los homenajes (desde los evidentes a Apocalypse Now y Platoon a otros más curiosos como el de Old Boy y Holocausto Caníbal). Por otra parte, la mayor parte de las escenas de acción, a excepción de la magistral secuencia de la llegada a la isla y el clímax final, se muestran deslavazadas, sin nervio, rutinarias y sin el menor sentido del ritmo, quedando como una mera excusa para mostrarnos la enorme labor que ha llevado a cabo el equipo de efectos especiales con la fauna de la isla.
Kong: la isla calavera es el paradigma del blockbuster moderno: más grande, más espectacular, pero no necesariamente mejor. No se molesten en buscar la historia de amor, en el Viet Kong solo encontrarán furia y balas. Si el original de 1933 de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack rezumaba poesía, delicadeza y un enorme virtuosismo, y la de Jackson era una carta de amor al clásico y a la propia historia del cine, el nuevo acercamiento a la octava maravilla del mundo es solo una parada más en el ambicioso destino de Warner: ver al simio supremo enfrentándose en un mismo cuadrilátero al rey de los Kaijus. Kong nunca había rugido tan fuerte, pero todavía le queda un largo camino que recorrer si quiere pertenecer a la realeza.
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