Lo curioso de los libros es que te cuentan historias de personas a las que no conoces, de gente que no existe y que no podrá existir jamás. Pero también son capaces de contarte tu propia historia. Pueden redescubrirte y desconocerte en cada página, en cada línea. Pueden, incluso, mostrarte tu propia alma.
Eso es precisamente eso lo que ocurre con la novela de Javier Moreno. En Alma estás escondido tú y también estáis escondidos vosotros. En Alma está escondido Javier. Hoy lo están, incluso, miles de chicos que, con dieciséis años y gracias a la labor del Premio Mandarache, han tenido la gran oportunidad de encontrarse con un libro que nada tiene que ver con lo que han leído hasta ahora.
Todos están sorprendidos, boquiabiertos, emocionados. El libro habla de ellos. Y es que no hay nada mejor que encontrarse con una novela, a los dieciséis años, que hable de ti. Tampoco hay nada mejor a los veinte. Ni a los cuarenta. Es inevitable acabar subrayando frases sin descanso, porque en cada una de ellas está oculta esa extraña sensación que tienes cada mañana o el pensamiento obsesivo del que no te puedes librar. Esa idea la tuve hace unos años. Yo sentí exactamente lo mismo. ¿Cómo ha podido describir tan bien lo que me pasó por la mente aquel día?
Alma es un libro atípico y por eso, esta entrevista también lo es. A fuerza de subrayar y de encontrar diferentes almas en cada página, decidimos proponerle a Javier Moreno que algunas de las frases que aparecen en el libro -esas que dibujan su alma y también la nuestra-, se convirtieran en el punto de arranque de unas reflexiones sobre literatura, vida y alma. Unas reflexiones que pudieran mostrarnos -aún más si cabe- quién es este autor y qué es este libro.
Recuerdo haberme masturbado una vez pensando en mí mismo y no haber obtenido placer alguno.
Es la frase inaugural de la novela y al mismo tiempo la condición inicial a partir de la cual se pone en marcha todo el artefacto narrativo. En realidad funciona como aviso y señal para indicar que el lector no se va a encontrar con una escritura solipsista, hecha desde el ombligo, sino con una constitución del yo que parte de lo exterior y que funciona de fuera hacia adentro.
La escritura fragmentaria permite salir a flote cada cierto tiempo. Los escritores fragmentarios tienen pulmones débiles o, quizás, sean tímidos, incapaces de secuestrar la atención del lector durante mucho tiempo. Ante todo, no desean molestar.
Alma es una novela fragmentaria, desde luego. El fragmento es todo lo contrario de la inmersión, de la apnea narrativa que experimenta el lector de cierto tipo de novelas (la mayoría) que quedan incólumes tras su lectura (al igual que la mente de sus lectores). Por el contrario, muchos lectores han convertido su ejemplar de Alma en un compendio de citas, algo que le habrá obligado a tomar el lápiz y subrayarlas. Presumo entonces que el tiempo de la lectura es quebrado, entrecortado por sucesivas reflexiones. Algo que a mí me parece muy positivo.
Creo que ya lo he dicho, pero hay cosas que no me cansaré de repetir: me fatigan los argumentos. Los acontecimientos de la vida apenas duran unos pocos segundos; a lo sumo, algunos minutos. Una línea o una página deberían ser suficientes para describirlos. El resto -la trama- no son sino extrapolaciones. La vida es una suma de acontecimientos carente de trama.
Creo que en efecto así es. La vida consiste en un permanente záping de acontecimientos desconectados –más o menos- los unos de los otros. El cerebro hace las veces de montador. El yo no es sino el resultado de una complejísima tarea de postproducción que implica no solo al sujeto sino al resto de seres humanos que lo acompañan.
Cada vez que aparece en un medio una foto mía siento que estoy traicionando a los de mi especie, que un escritor es cualquier cosa menos una imagen, que un escritor escribe precisamente porque no tiene imagen.
De algún modo esta respuesta tiene que ver con la anterior. Uno de los motivos para escribir, al menos en mi caso, es para hacerme una imagen de mí mismo, una imagen compleja y al mismo tiempo coherente. Como un autorretrato sobre el que uno vuelve una vez tras otra.
Nada hay más decadente en esto tiempos que la literatura. Y nada hay más decadente dentro de la literatura que la subjetividad, que hablar de uno mismo. La literatura está llena de subjetividad, de toda clase de personas que quieren hablarnos de sus gustos, de sus manías. Algo repulsivo, pero que sin embargo e revela como un síntoma de nuestro tiempo.
El fragmento habla por sí mismo. Vivimos un mundo en el que todos de alguna manera (aunque sea a través de las redes sociales) nos hemos convertido en autobiografistas. Todos creemos que tenemos algo que decir, algo que aportar y mostrar a los demás, algo que habla de nuestra ‘singularidad’. Lamentablemente esto no es cierto en la mayoría de los casos, no que no seamos singulares (cada persona a su manera lo es), sino el hecho de generalizar esa singularidad hasta conseguir que el otro se vea reflejado en nuestro relato.
Si la humanidad hubiese dedicado más (menos, aquí hay un error) tiempo a la lectura el mundo sería mucho peor de lo que es ahora. Si la humanidad hubiese dedicado más tiempo a la lectura el mundo probablemente también sería peor de lo que lo es en este momento.
Se trata de un alegato a favor del equilibrio. Un mundo lleno de lectores, de personas que pasan todo el tiempo leyendo, no me parece en modo alguno un ideal. Para que la vida no pierda interés es necesario cierto grado de ingenuidad e irreflexión, algo que yo entiendo como opuesto a la literatura (a pesar de que exista, por supuesto, un tipo de escritura ingenua e irreflexiva).
Vivimos rodeados de ficción. Tanto, que la ficción se ha hecho superflua, innecesaria.
La vida siempre ha estado rodeada de ficciones (ideológicas, religiosas, etc). Sin embargo nuestro tiempo ha conseguido acentuar como ningún otro este fenómeno
Hay tantos libros y tan pocos lectores que, ante tal desproporción de la oferta y de la demanda, creo que un lector profesional podría hacerse inmensamente rico.
Resulta un obviedad que los buenos lectores escasean y que, al contrario, cada vez hay más gente dispuesta a publicar sus escritos. Esta desproporción entre la oferta y la demanda de algún modo desvirtúa el producto literario, lo deprecia en términos simbólicos. En las páginas de Alma fantaseo con la posibilidad de que exista un lector profesional, una persona que cobre por leer escritos de los demás. Creo que, en efecto, sería una profesión con bastante presente y muchísimo futuro.
Una vida es algo que no cabe en un relato.
En realidad es una obviedad que habla por sí misma.
Los niños son los maestros del eterno retorno.
Ya se sabe que los niños buscan repetir una vez tras otra el mismo juego. A diferencia de los mayores, encuentran placer en la repetición.
Me he investigado repetidamente a mí mismo. Y nunca he encontrado nada. Solo he aprendido cosas de lo que está ahí fuera.
En realidad estas frases resumen la filosofía de Alma. Nos constituimos a partir de experiencias que involucran los objetos y las personas que nos rodean. El sujeto no preexiste al mundo y a los acontecimientos. Yo soy lo que me sucede y el modo en el que lo cuento.
Hay que escribir pensando que el libro que se escribe será el libro definitivo, el libro que todas las generaciones de humanos han aguardado pacientemente sin saberlo, que el lector quedará transformado por su lectura y que tras ella saldrá con un lanzallamas en la mano dispuesto a quemarlo todo y a barajar de nuevo las cartas de su destino. Aunque sepamos que el mundo seguirá igual y que lo único que conseguiremos será acaparar un capital inagotable de indiferencia.
Me gusta pensar en esa imagen como en la hipótesis previa antes de ponerme a escribir un libro.
Fotografías por Santiago Ros.
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