¿Alguien se acuerda de las tres primeras entregas de lo que aquí en España comenzó llamándose como A todo gas? Seguro que Rob Cohen sí. La primera, un éxito inesperado impulsado por el auge de la cultura del tuning y de un grupo social que ansiaba verse reflejado en pantalla, instauró los pilares sobre los que se asentaría el resto de la trilogía: coches de colores chillones equipados con luces de neón y óxido nitroso, mujeres ligeras de ropa y una densa atmósfera poligonera. Poco queda ya de todo aquello. Para cuando la saga derrapó en 2006, con una tercera aventura en Tokio sin los protagonistas originales que evidenció el progresivo desinterés de los acólitos, Vin Diesel se echó en sus fornidas espaldas el peso de la franquicia y ocupó la silla de productor dispuesto a darle un lavado de cara a la carrocería, haciéndola más aerodinámica y espectacular. Su propósito era el de llegar a una audiencia más amplia, construir la película de acción total, convertir a esos humildes héroes de polígono en unos Vengadores a pie de asfalto. Y a pesar de las críticas de algunos sectores, que claman que la saga ha traicionado su propia idiosincrasia en pos de la espectacularidad, los cientos de millones de recaudación en taquilla le dan la razón a Diesel, que ha transformado las películas en una variante gamberra y alocada de Misión Imposible.
Tras la trágica pérdida de Paul Walker, muchos se preguntaban cuál sería la hoja de ruta de Toretto y compañía y si sus peripecias tendrían sentido sin uno de los estandartes de la franquicia. Chris Morgan, guionista desde la tercera entrega, demuestra que el motor puede seguir a pleno rendimiento si las piezas de recambio son las adecuadas. La solución pasa por darle un mayor protagonismo a dos de los iconos del cine de acción actual, Dwayne Johnson y Jason Statham, que entienden a la perfección las reglas del juego. Fast and Furious 8 es pura desmesura, gamberrismo y autoparodia y nadie encarna tan bien esos valores como Dwayne Johnson, que sabe reírse de su imagen de tipo duro de una forma más madura y no tan edulcorada como en la decepcionante Un espía y medio, dejando un rastro de cuerpos, frases lapidarias (memorable “y de la hostia que te doy, te cambio el signo del zodiaco” y el chiste sobre el vello púbico de Statham) y escenas de acción antológicas por el camino. El personaje de Jason Statham, recuperado para la ocasión con el pretexto argumental de devolver a Toretto al bando de los buenos, contrarresta el humor salvaje de Johnson con réplicas cargadas de ironía británica, además de dejarnos dos de las mejores escenas de la película, la de la cárcel y la del avión, que sorprenden por su originalidad, comicidad y excelente coreografía. Ver a las dos calvas más relucientes del cine de acción actual compartir plano es un chute de anabolizantes, pura química en pantalla que se ha ganado luz verde por parte de Universal para un spin off. Curiosamente, el encargado de relanzar la franquicia es el que menos le tiene tomado el pulso a su tono actual. Diesel, en su labor de productor, sigue fomentando el discurso rancio sobre el valor de la familia y se reserva las tramas y momentos más dramáticos del film, obsesionado en demostrar que bajo esa complexión hercúlea reside un actor. En sus devaneos dramáticos arrastra a Cipher, la villana de turno interpretada por Charlize Theron, que se ve encerrada entre cuatro paredes filosofando, cuando todos soñábamos con ver de nuevo a Furiosa en acción. Eso sí, es de agradecer que intenten establecer un hilo dramático y que la película no sea una mera sucesión de escenas de acción deshilvanadas, como ocurría en la séptima entrega, narrativamente afectada por el prematuro fallecimiento de Walker.
En la saga de Fast and Furious, al igual que ocurre en la mayoría de películas Marvel, impera un estilo tanto visual como narrativo que se impone sobre el del propio realizador. Cuesta diferenciar quién dirige cada película y atisbar algún signo de personalidad. En esta octava aventura volvemos a encontrar un montaje rápido y videoclipero, planos de escasa duración y abiertos para poder lucir el diseño de producción y el director F. Gary Gray recicla algunas ideas visuales de James Wan en la realización de las peleas, como el seguimiento de la cámara en la caída de los cuerpos. La película se construye en torno a tres grandes secuencias de acción: la vuelta a los orígenes con las carreras callejeras en Cuba, los coches zombi que convierten Nueva York en un escenario apocalíptico y la explosiva combinación de hielo, fuego y un submarino en el Ártico. Todas ellas espectaculares, adrenalínicas y dignas de formar parte de los highlights absolutos de la saga; pero se echa en falta la sensación de unidad que desprendía el grupo en las secuencias de acción de anteriores entregas, quizás por la ausencia del pegamento que unía a todos ellos.
No intenten buscar guión, ningún atisbo de lógica o sentido ni grandes interpretaciones. Los haters de la saga disfrutaran desmenuzando un libreto repleto de excesos, incoherencias, diálogos y situaciones más propias del cine de mazmorra y desafíos a las leyes de la física que harían a Newton llevarse las manos a la cabeza y reformular sus teorías. No merece la pena poner en tela de juicio su calidad o credibilidad, esto es Fast and Furious y forma parte de su encanto. Así que no se engañen, van a ver lo que van a ver, y si lo saben y les gusta, fliparán. Por el momento lleva recaudados más de mil millones en taquilla, cifra nada desdeñable para una saga que comenzó viviendo de medio kilómetro en medio kilómetro.
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