¡Pero qué hi de putas, madre mía! La compañía Ron Lalá es carne de escenario. Los ves y dices: ‘Deberían tirarse toda la vida sobre las tablas, no bajar nunca, que sean siempre sus personajes de ficción’. Son teatro vivísimo. Ellos mismos. El ronlalismo en puro estado. Han hecho una versión libre del clásico cervantino. Quijotesca y divertida. Digo que es quijotesca porque en el escenario demostraron el viernes pasado en el Teatro Circo que se pueden sobrepasar los límites entre realidad y fantasía. Divertida, divertidísima, porque En un lugar del Quijote es también un espectáculo musical, un texto literario que mezcla lenguaje del Diecisiete con el de ahora, y que recuerda un poco, esa socarronería de verso —magistral dirección de Álvaro Tato—, al gran Cyrano de Bergerac; pero es que, además, hacen teatro físico, efectos especiales, (hasta ‘cámara lenta’ y todo). Y es una versión libre, claro, porque, aun siendo fieles a la novela, han pasado por ella saltando, cabalgando, cantando, jugando como niños, toda una juerga de quijotería, además de poner en claro que, en el fondo, si hablamos de tiranía, malaleche, corrupción y picaresca, somos los mismos antaño que hogaño.
En el principio había un guitarra tocando algo, que sonaba a algo así como entre andaluz y antiguo, acompañada de los golpes de un cajón flamenco, mientras un alocado y tremendo Cervantes (Juan Cañas) escribe su novela en una biblioteca de escritor, con libracos y papelotes esturreados (como debió, debe y deberá ser siempre la biblioteca de un escritor), resultado de la brillante escenografía de Curt Allen Wilmer, además de una iluminación mágica y magistral de Miguel A. Camacho. Por cierto que, hablando de luces, de repente se encendieron las del público. ¿Qué pasa ahora? Pues que entran galopando, en sus caballos ficticios, por el pasillo de butacas y al son de una música de punteo célere y vaquero de guitarra, un fantástico, empingorotado, histriónico e hiperbólico don Quijote (Íñigo Echevarría), acompañado, cómo no, de un genialísimo, refranero y espontáneo Sancho Panza (Daniel Rovalher), con sus momentazos de ukelele, y que me recordaba, en algunos momentos, por esa voz graciosa de chillido quejumbroso y hasta los huevos de todo, al gran Alfredo Landa. Y por supuesto, hubo el clásico diálogo entre el caballero y su escudero: «¿No ve que son molinos de viento, don Quijote?», «¡Son gigantes, Sancho!». Y allá que va la cervantina creación a estamparse contra un molino de viento, que, en el escenario, era un inocuo y simple ventilador de piso que hacía las veces.
Y es que ahí está la grandeza de la sencillez (la grandeza del teatro). En esa capacidad que tienen los ronlaleros para el ahorro, para hacer tantas cosas con recursos sencillos: el sonido de las olas del mar con un vaivén de cadena serpenteada por el suelo; el sonido de espadas (sin que hubiera espadas) con el choque de dos palos; la indumentaria minimalista y de identificación (maestría del vestuario de Tatiana de Sarabia): el Bachiller con un libro al cuello, el Cura con una enorme cruz de tela cubriéndole el cuerpo, Cervantes con una gorguera a la mitad, etc.; Juan Cañas, Álvaro Tato y Miguel Magdalena multiplicándose en muchos personajes; y unas luces para crear la sensación de pasar de la realidad a otro mundo, al de la ficción. Digamos que en las tablas confluyeron dos conceptos: la creación y lo creado. Me explico: don Miguel de Cervantes ya andaba, entretanto, rodeado del cura (Álvaro Tato) y el barbero (Miguel Magdalena) a los que les dice que quiere meterlos en su novela. ¿Y cómo traspasar las barreras? ¿Cómo adentrarse al mundo de lo creado? Pues con un ensombrecerse de la escena, un juego de luces azules, mínimas y mágicas, que crean la ilusión de la trascendencia del paso a otro mundo. Don Quijote, porque está loco, y el cura y el barbero, porque saborean meterse a una novela, acarician, asombradísimos, los rayos de luz. De fondo, suena una música envolvente. Estamos hablando de una intrahistoria de la creación. De un barniz unamuniano en el momento en que llegan a conversar Cervantes y su Quijote.
Y etc, etc, etc. Esto del etecé lo cantaron en un epílogo musical impresionante cuando explicaban que, habiendo de sintetizar la novela para que el espectáculo no durara veinte horas, se vieron obligados a eliminar pasajes, personajes, ¡etecé, etecé, etcé! Pero cualquier tarea de síntesis es siempre un buscar la intensidad de lo corto. Y eso su director, Yayo Cáceres, lo ha logrado con creces. El público está con ellos, el público ríe, el público interacciona, el público les da el diez aplaudiendo y poniéndose en pie. Cuando sales del Teatro, de verdad que entran ganas, como apuntó Marcos Ordoñez en El País, de correr a casa y zambullirte de lleno en la novela. Pero también uno desea volver a repetir la experiencia de sentarse en la butaca y contemplar a estos hi de perras dando sentido al escenario. ¡Son gigantes, Sancho!
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