¿No es eso el amor? ¿Utilizar a las personas?
(Suddenly, Last Summer, 1959, Joseph L. Mankiewicz)
Se querían. Sabedlo.
Aleixandre
Viktor Frankl tuvo la «feliz» ocurrencia –sin perder nunca la perspectiva- de inventar un título como El hombre en busca de sentido; rótulo aproximado, dicho sea de paso y por qué no, a lo hermosamente bello que ocultan, con frecuencia, las tinieblas. Lo cierto, o no tan cierto (no resulta difícil suponer que a todos, al final, nos pasan cosas despreciables o tristes de lunes a jueves y parte del viernes), es que siempre buscamos algo. Llámese Paraíso, Beatriz o Laura; llámese “flor azul” (casi transparente), piedra filosofal, Bomarzo o ansiada y eterna juventud. Llámese, y ya termino de acumular tópicos, amor. El amor como todo, ya lo dijo el poeta, es cuestión de palabras; al menos, hasta donde la fatalidad alcanza. Además, seamos francos: toda textualidad, y en este caso hablaré de dos breves obritas –una americana (De qué hablamos cuando hablamos de amor, 1981), otra japonesa (Azul casi transparente, 1976)-, si trata el alma, esplende vicio, pureza, tremendismo y soledad. Quizá, o precisamente por ello, nos sintamos deudores de esculpir en el tiempo la antigüedad de una emoción en que reflejarnos el corazón caliente –Gil de Biedma admitía con dolor que para saber de amor, para aprenderle, / haber estado solo es necesario- donde la dignidad del hombre queda, entonces, arrastrada a una exaltación enfermiza, por voluntaria, que entumece la boca, los pies, los ojos y nos sacude la existencia. La necesidad, por esto, se convierte en angustia (Ryu Murakami) y todo, por fin, se desmorona.
La coincidencia (aquella vuelta de tuerca de los años 80) de Raymond Carver (1938-1988) y Ryu Murakami (1952) nos envuelve en una realidad (algo sucia), tan cercana, que agarra por la oscuridad, o, cómo no, por la adicción: lo bueno y lo malo que, en definitiva, conlleva la acción de vivir. Dos polos entrelazados en un hilo ariádnico capaz de soportar el peso de las antípodas, Oriente y Occidente, gracias a la universalidad del tema por el que un desesperado Catulo se desgañitaba; aquella preciosa herida de Miguel Hernández que sangra en cada rostro y nos sacude todavía.
El americano, Raymond Carver (1938-1988), cuya desventurada muerte llegó demasiado pronto, labró el arte del relato, del cuento o la prosa breve, con precisión de ebanista. Aquella mágica precisión que se debe al instante y nada más. Carver escribió. Y mucho. Escribió bajo efectos y afectos proporcionados por todas las armas posibles: lo podrido, lo limpio, lo rural,… con poesía y desgarro, e incluso cierto atrevimiento olvidado de las manos de los hipsters de la Beat Generation o del tan citado Bukowski. Raymond también era alcohólico; un alcohólico de Oregón que desprendía cierto aroma y brillo propios: La bebida es algo extraño. Cuando miro hacia atrás y pienso en ello, veo que todas las decisiones importantes las hemos tomado mientras bebíamos. Hasta cuando hablábamos de la necesidad de beber menos: nos sentábamos en la mesa de la cocina o en la de picnic de afuera con un cartón de seis latas o una botella de whisky. Cuando pensábamos en instalarnos aquí, estuvimos un par de noches bebiendo mientras sopesábamos los pros y los contras (“Belvedere”, en De qué hablamos cuando hablamos de amor). Pero, descendiendo un poco al fondo, la obra que aquí nos ocupa nos obliga, con osadía, a hablar de amor; del amor bóveda arriba y abajo, de la interrogación vuelta a las nubes, de la piel muerta que se te pega a la ropa, con tanta agua tan cerca de casa, entre tejanos, vulgaridad, bailes y alguna cosa más. O, reduciéndolo a su profunda esencia,
-¿Qué es lo que cualquiera de nosotros sabe realmente del amor? –dijo Mel-. Creo que en el amor no somos más que principiantes. Decimos que nos amamos, y nos amamos, no lo dudo. Yo amo a Terri y Terri me ama a mí, y también vosotros os amáis. Ya sabéis a qué tipo de amor me refiero ahora. Al amor físico, ese impulso que te arrastra hacia alguien concreto, y el amor que inspira el ser de otra persona. La esencia de esa persona, podríamos decir. El amor carnal y, bueno, digamos el amor sentimental, ese cuidado cotidiano para con la otra persona. Pero a veces me resulta difícil explicarme el hecho de que también debí de amar a mi primera mujer. Pero la amé, sé que la amé. […]. Pero ahora la aborrezco. De verdad. ¿Cómo se explica eso? ¿Qué ha sido de aquel amor? Qué ha sido de él, eso es lo que yo quisiera saber. Me gustaría que alguien pudiera decírmelo. Ahí tenemos a Ed. […]. Ama tanto a Terri que trata de matarla, y acaba matándose a sí mismo. […]. Terri y yo llevamos juntos cinco años, y casados cuatro. Y lo terrible, lo terrible, aunque también lo bueno, la gracia salvadora, podríamos decir, es que si algo nos pasara a alguno de nosotros, perdonadme que lo diga, si algo nos pasara a alguno de nosotros mañana, creo que el otro, la otra persona, lo pasaría mal una temporada, entendéis, pero, luego, el que sobreviviese saldría y volvería a amar, tendría a alguien muy pronto. Y todo esto, todo el amor del que hablamos no sería sino un recuerdo. Y puede que ni siquiera un recuerdo. ¿Me equivoco? […]. Quiero saber. Porque no sé nada. […], y es algo que debería hacer que nos avergoncemos cuando hablamos como si supiéramos de qué hablamos cuando hablamos de amor (Cuento del mismo título).
Carver es sucinto en el detalle y está lleno de altas cosas que no requieren anchura o largura en la prosa; una prosa que convierte el recuerdo del sabor de la tierra en campos yermos donde discuten a gritos hombres y mujeres casados –Holly, también recordaremos todo esto un día. Diremos: ¿te acuerdas de aquel motel con toda aquella mierda en la piscina?-digo-. ¿Comprendes lo que digo, Holly? (“Belvedere”); lugares donde se derrama el silencio más largo del mundo entre un hijo y un padre que se observan con miseria -¿Te das cuenta de cómo nos habituamos a las cosas? –Sacudió la cabeza-. Es increíble. Bueno, pues todo acabó mal. Ya lo sabes. Lo sabes todo. -Solo sé lo que me cuentas –dije. (“Bolsas”), sin que se detengan la respiración o los golpes. Por ello, cualquiera de las diecisiete narraciones que construyen el libro emergen en torno a espacios que se repiten en un tiempo que retorna, sin ser nunca mencionado, donde uno no sabe a qué atenerse o cuánto esperar para mirar la luz a lo lejos; una luz que resalta ante los ojos siempre hacia el fin de la noche.
El japonés, Ryu Murakami (1952), novelista y director de cine, presenta, de manera casi similar, una historia arrellanada sobre cimas poéticas de censura, droga dura y sexo; pero, arriba de todo, un homenaje adictivo que corona la mezcla de heroína, platonismo y pasión volcánica. Todo ello descubierto, desde una perspectiva interna, en la voz del propio Ryu, quien, bajo un manto de prisión irreductible, consigue contagiarse, aliviado, de la risa de Lilly: Mis caderas estaban demasiado pesadas para moverse. A intermitencias, un fuerte dolor me apretaba el corazón, parecía como si lo estrangulara. Las venas de las sienes me retumbaban. Cuando cerraba los ojos, sentía pánico, como si cayese a una velocidad terrible por un tobogán interminable. […]. Oleadas de fiebre recorrían mi cabeza y mi garganta, mi corazón y mi polla. Destila el narrador la amargura lírica del que se ha sentido agraciado y desgraciado, con angustia pululando en el recuerdo de una base militar yanqui donde comencé a desvanecerme mientras luchaba contra la náusea y, con aparente ebullición helada, recrea la orfandad de su espacio infeliz, inhabitado: por un instante, a la luz azul pálido del relámpago todo se hizo transparente. El cuerpo de Lilly y mis brazos y la base y las montañas y el cielo nublado, todo transparente.
Ya lo advertía Sabato: Se puede querer a alguien y de pronto desestimarlo y hasta detestarlo (Sobre héroes y tumbas). Pero tampoco andaba errado aquel que aseguraba Serán ceniza, mas tendrá sentido; / Polvo serán, mas polvo enamorado. Por todo esto, aunque San Valentín ya acabara, nunca es tarde para el tiempo de los besos ni para el reencuentro de dos senderos que, si un día bifurcados por opuestos, hoy se celebran comunes e infinitos.
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